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Acercamos la mirada de hoy a la dura vida de los vaqueros que velaban día y
noche por la buena salud de la cañada ganadera de los pueblos
Las noches eran largas. Siempre lo han sido en
esta comarca pelada por el frío que baja de las dos sierras. Cuando uno, en la
modernidad de los tiempos que corren piensa en el pastor de turno, lo imagina de
dos maneras: la una digamos que bucólica, apacentado contra un berrueco con un
rabillo de hierba en la boca y leyendo un ajado libro de poemas; o la otra, de
pie, austero como una estatua puesta por la tradición en el paisaje, ataviado
con pardos ropajes y una gorra de las de montar, cuando no, ya en imagen
arquetípica actual, con el buzo azul regalo de alguna cooperativa de pienso de la
zona.
Nunca viene a la imaginación la imagen del
vaquero en plena noche de borrasca, de ese frío que baja pelando narices y
cogotes desde las dos sierras, arrebujado junto a un fuego en la soledad del
chozo. Tampoco lo imagina patada a patada, campo a traviesa, tras el ganado.
Cuidando de él aunque no se deje.
La vida del vaquero no era fácil. Ser vaquero
era una tarea quirúrgica y solitaria. De cada casa mandaban a su cuidado la
vaca más mala, la resabiada, la "más golosa". Allende la dehesa,
kilómetros de páramo interminable que va de pueblo en pueblo, de mojón en mojón
que siempre estuvo en disputa por "quítame allá esos pastos".
En realidad, no importaba. Sólo había que cuidar
del ganado como se cuidaría de uno mismo. Como se cuidaría del hijo, sea cual
sea su declinación. Se le quiere y se le cuida porque es de uno, porque es el
futuro que nos hemos encomendado.
Pasar la noche en esta humilde choza, embozados
en una manta y apenas unos palos para la lumbre, la noche en vela, velando por
el ganado, velando contra el lobo, velando por el buen parto. Por compañía una
cuerna donde se ordenaba un poco de leche sin cocer acompañada por un
"cacho pan y otro de chorizo".
Pasada la noche, la verdad imperecedera de una
noche en la dehesa cuidando del ganado, se reúnen las vacas en la 'majá',
haciendo recuento de cuernos y cabezas, por si faltase alguna. Si no faltaba,
Dios lo quiera, podía encontrarse el vaquero con que alguna vaca estuviese
"mamada". Era común, en primavera, que los bastardos mamaran la leche
del animal, dejando al ternero sin desayuno. Y animal que come poco, se sabe,
queda mohíno, flacucho y "transido".
Esta era la vida de los vaqueros. Veladores del
futuro de la comunidad. Reyes de la dehesa. Pero esto no lo imagina uno desde
el sofá de la modernidad.
Así si vivía, sencillamente.
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