Según avanza el tiempo, las voces van hablando más
quedas. Como para no molestar al momento que se avecina. Así llega el momento
del parto, a media luz y a medio rezo, con el amuleto que le trajeron de la
Sierra entre las manos, por si los demonios, que en esto de crear vida y
traerla tiene uno que estar a bien con todos los dioses, y no solo con los
oficiales. De eso, en estas tierras, podrían escribirse cientos de historias.
Así va pasando la tensa espera. Hasta el primer
grito. Que viene con un alfiler en el bajo vientre y entonces el que más cerca
está de la puerta, preparadas las sandalias para ello, sale a buen correr a
llamar a la partera, que también allá en su casa tiene preparado el mandil.
Es oficio de partera saber cuando nacerán los
niños, si lo serán (niños o niñas) y hasta, dicen, quien será la siguiente en “quedarse
en estado”, según la luna y las bodas se van conjuntando.
La partera viene y manda. Es, por unas horas, la
ama y señ
ora de la casa a la que acude, hasta el punto de que hizo mal en
olvidarse de la bendita comadrona el refrán que alegaba que en pueblo de buen
orden, mandan el médico, el alcalde y el cura.
La casa se prepara para el acontecimiento. No hay
agua corriente y unos van al pozo más cercano a buscar bien de agua, para que
no falte que la parturienta necesitará mucha, otros se quedan a dar leña a una
buena lumbre para calentar agua y no se arrepienta el bebé de haber nacido en
comarca de frío y carámbano.
Sábanas viejas “de tirar”, palangana llena, tijera
afilada y nueva para cortar el cordón, que en esto no vale la misma que en
cualquier menester, y el hilo de seda que será el primer bien preciado que
atesora el recién nacido, el que reata el cordón umbilical que con el tiempo
irá secándose al aire de la entresierra hasta caerse.
La partera va dando órdenes, la única, se sabe,
que después de haber traído al mundo como “segunda madre” a más de 300
criaturas, no tiene el nervio a flor de piel. Los demás van ajetreándose
alrededor de la parturienta, hasta molestar y ser sacados, casi escoba en mano,
de la habitación.
Al parto asisten la madre, la abuela si hayla y la
partera. Lo demás es “mundo fuera” que no importa.
Mientras, los que nada pintan allá dentro, van
eligiendo la gallina “vieja”, que nunca supo que llegaría a vieja para hacerse
caldo. Porque la sopa de gallina vieja es buena para reponer los males.
Mientras las amistades van trayendo lo suyo:
aquellos una onza de de chocolate, para la primera merienda, otros el vino “quina”,
que hace que vuelva el hambre a la recién parida, coma más y tenga más leche
para el bebé.
La madre tenía que cuidarse y no podía salir a la
calle en unos 15 días. Y cuando salía, eso sí, en el orden lógico de las cosas
(médico, alcalde y cura) lo hacía para ir directamente a la iglesia a bautizar
al hijo o a la hija, porque un niño no puede andar por la vida sin ser
cristiano.
Así se nacía. Sencillamente.
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