Cuenta
el viajero, el de verdad, el que no se ciñe la alpargata al mapa de guión, que
los mejores lugares para visitar son aquellos que escapan a las rutas oficiales
y promocionadas. Rincones lejos del mundanal ruido, que escapan del ajetreado
objetivo de los focos y que mantienen la esencia de las cosas añejas, de “lo
que fue”, sin preámbulos de guías o de souvenirs fabricados en cadena.
La Sierra
de Francia aún guarda alguno de estos lugares. Lejos de lo conocido, de lo
previsible, de lo histórico y de lo artístico… aun perviven rincones sin
macula, pueblos de callejuelas recias y mudas puestas al sol en tendedero,
lugares donde el visitante es recibido con un ojo de quicio, donde las campanas
tañen pero no por obligación sino por deber.
Uno
de estos rincones serranos, aún (bastante) desconocido, es el pueblecito de Las
Casas del Conde, un puñado de casas arracimadas, colgadas de la solana (que
dicen por aquí) de la serranía. Las Casas es un lugar de serranos recios y fajadores,
balcón de postal esparcido a dos barrios sesgado a puñal de arroyo.
Vigilando
el paso del río Francia hacia la Sierra Baja, este pueblo, antaño “Las Casas
del Sapo”, ayer “Villanueva de las Casas” y hoy puesto al amparo del Conde (de
aquel de Miranda) aun guarda el sabor de los asuntos serios, los que no se
tocan por mucho que la modernidad venga a traer ungüentos (y adversidades).
Sus
calles y plazas rinden tributo a la vieja piedra de granito, sobada en lanchas
y sillares, a mampuesto, a adobe de casa pobre pero orgullosa, petulantes de
geranios en alféizares y balconadas… Los pasadizos, estrechos cobertores que
hablan de un pasado de aprieto, abren paso a plazas más o menos venturosas (lo
que da la geografía para abrir una calle con otra), y por todas partes, casi
como religión de la tarde, los poyos donde contar las horas a la fresca.
El monte
a su alrededor huele a vino y aceite, a cerezo, a castañas, a higos y a fresas
y se escucha el cantar del cuco, del mirlo y la cadencia de la tórtola.
Sus
tizneros aún esparcen el aroma a hornazo, a mantecado, a turrulete… a limón
serrano, a almondeguillas y a cabrito
asado. Y en sus gentes pervive la pasión por lo eterno, por lo intocable…
Cuentan
los señeros habitantes de Las Casas del Conde (y los que no lo son) que su
calvario “es el más bonito de toda la Sierra”. Rodeado de robles y olivos, ganado
en parte por el monte, maquillado a musgo y a humedad centenaria… es uno de
esos lugares donde no hay quien no dude (un instante siquiera) de la existencia
de Dios. O de los Dioses.
En
Las Casas del Conde tan solo hay una niña empadronada. También cuentan que es
la muchacha más afortunada del mundo.
No seremos nosotros quienes lo pongan en duda.
Fotografías
: Esther Cordovilla, Jana Rogado, Ranita Charra, Ramón Otero
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