martes, 15 de abril de 2014

La niña más afortunada del mundo

Cuenta el viajero, el de verdad, el que no se ciñe la alpargata al mapa de guión, que los mejores lugares para visitar son aquellos que escapan a las rutas oficiales y promocionadas. Rincones lejos del mundanal ruido, que escapan del ajetreado objetivo de los focos y que mantienen la esencia de las cosas añejas, de “lo que fue”, sin preámbulos de guías o de souvenirs fabricados en cadena.
La Sierra de Francia aún guarda alguno de estos lugares. Lejos de lo conocido, de lo previsible, de lo histórico y de lo artístico… aun perviven rincones sin macula, pueblos de callejuelas recias y mudas puestas al sol en tendedero, lugares donde el visitante es recibido con un ojo de quicio, donde las campanas tañen pero no por obligación sino por deber.
Uno de estos rincones serranos, aún (bastante) desconocido, es el pueblecito de Las Casas del Conde, un puñado de casas arracimadas, colgadas de la solana (que dicen por aquí) de la serranía. Las Casas es un lugar de serranos recios y fajadores, balcón de postal esparcido a dos barrios sesgado a puñal de arroyo.
Vigilando el paso del río Francia hacia la Sierra Baja, este pueblo, antaño “Las Casas del Sapo”, ayer “Villanueva de las Casas” y hoy puesto al amparo del Conde (de aquel de Miranda) aun guarda el sabor de los asuntos serios, los que no se tocan por mucho que la modernidad venga a traer ungüentos (y adversidades).
Sus calles y plazas rinden tributo a la vieja piedra de granito, sobada en lanchas y sillares, a mampuesto, a adobe de casa pobre pero orgullosa, petulantes de geranios en alféizares y balconadas… Los pasadizos, estrechos cobertores que hablan de un pasado de aprieto, abren paso a plazas más o menos venturosas (lo que da la geografía para abrir una calle con otra), y por todas partes, casi como religión de la tarde, los poyos donde contar las horas a la fresca.
El monte a su alrededor huele a vino y aceite, a cerezo, a castañas, a higos y a fresas y se escucha el cantar del cuco, del mirlo y la cadencia de la tórtola.
Sus tizneros aún esparcen el aroma a hornazo, a mantecado, a turrulete… a limón serrano,  a almondeguillas y a cabrito asado. Y en sus gentes pervive la pasión por lo eterno, por lo intocable…
Cuentan los señeros habitantes de Las Casas del Conde (y los que no lo son) que su calvario “es el más bonito de toda la Sierra”. Rodeado de robles y olivos, ganado en parte por el monte, maquillado a musgo y a humedad centenaria… es uno de esos lugares donde no hay quien no dude (un instante siquiera) de la existencia de Dios. O de los Dioses.
En Las Casas del Conde tan solo hay una niña empadronada. También cuentan que es la muchacha más afortunada del mundo.
No seremos nosotros quienes lo pongan en duda.


Fotografías : Esther Cordovilla, Jana Rogado, Ranita Charra, Ramón Otero

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