El pasado 15 de junio el grupo senderista Amigos Siempre 63
de Linares de Riofrío realizó una marcha por alguno de los parajes más emblemáticos
de Monleón. Traemos aquí la crónica desde su blog Amigos Siempre 63, rincón
recomendable para conocer Entresierras y aledaños con gracia y donaire.
A la hora prevista y en el lugar señalado ya
estábamos preparados para cortar la cinta de salida y partir raudos hacia las
frescas aguas del río Alagón, darnos un chapuzón y recordar nuestros años
jóvenes por esos andurriales, porque, por fin, y después de una primavera
lluviosa y fresca, el calor nos ha llegado de sopetón y hoy va a apretar de lo
lindo.
Salimos en dirección a Linares de Riofrío por la
carretera de Vecinos. Por el camino ya se aprecia cómo la primavera va cediendo
su paso al verano, y los campos, antes verdes, ahora van tomando un color que
anuncia la proximidad de la cosecha.
En Linares, y después de los últimos preparativos,
entre los que no falta un café y un pincho –hay que tomar fuerzas para la
caminata que nos espera-, nos organizamos en dos grupos: los que hacemos el
camino a pie, y los que van en coche, cosa que también agradecemos pues no
tenemos que cargar con la comida y otras pertenencias que pesan y son un estorbo
a la hora de caminar.
Salimos del pueblo bordeando las tapias del Seminario, desde
donde podemos ver la fachada del edificio, el campo de 2º, el gallinero, “la
cazuela”… Esto nos sugiere ya los primeros comentarios y recuerdos de aquellas
marchas que hacíamos al río Alagón en el mes de junio o en el cursillo de
verano, para bañarnos y pasar la tarde entre robledales y campos de
fresas –los grillos rojos, que nos decían los curas que no debíamos coger-.
Pero uno tiene la sensación de que camina por un
sitio distinto a aquel que hacíamos hace 50 años, pues el camino ya no es de
tierra -está asfaltado-, y los campos de fresas han desaparecido. Sin embargo
los robledales que hay a ambos lados sí son aquellos y siguen dando tanto
frescor como entonces, y bien que nos viene porque hoy el sol aprieta fuerte
–el termómetro marca ya 28 ºC-.
A partir de aquí la marcha se hace más cómoda, porque
el camino es de tierra, y más amena, por el paisaje –siguen los bosques de
roble melojo-, por los sustos que nos provocan los rebaños de vacas bravas que
ahora pastan en estos cercados –esto también es nuevo-, por un bastardo que
cruza el camino delante de nosotros, y hasta por un ternerillo que,
extrañamente, se encuentra tumbado junto al camino y por fuera de las
alambradas.
Y a medida que vamos avanzando el camino va descendiendo,
lo que nos indica que nos acercamos al valle del río Alagón. Y efectivamente,
después de una curva en descenso vemos el río, aunque con cierta decepción al
comprobar que, a pesar de las lluvias de este invierno y primavera, el caudal
es escaso y habrá que buscar alguna poza para refrescarnos, y la sombra de los
fresnos para comer. Aquí nos están esperando los coches que nos han traído la
comida y agua fresca –y también unas cervezas frías, que esto lo decimos más
bajito, pues no parece propio de senderistas serios, como nosotros, pero ¡están
tan ricas…!-.
Mientras unos se quedan refrescando los pies en el
agua y “poniendo la mesa”, otros vamos a explorar los alrededores, río abajo,
encontrando pozas de aguas remansadas, galápagos que se tiran al agua nada más
vernos, un nido con dos huevos sobre la roca desnuda con dos palitroques
alrededor. Pero el calor cada vez es más fuerte y pronto decidimos regresar a
la sombra de los fresnos donde nos espera la comida.
Y ¿dónde era exactamente donde nos bañábamos? ¿más
arriba? ¿más abajo…? Seguramente veníamos por otro camino más corto y que nos
llevaba aguas arriba, porque no tenemos la sensación de hacer tantos kilómetros
para llegar al río. Alguno recuerda que era una poza así, otro que era “asá”, pero…
¿no hay ninguna foto bañándonos aquí?
Elegida la sombra para comer, sacamos las bolsas y
neveras de los coches y nos disponemos a degustar las exquisiteces que hemos
preparado para la ocasión, regadas con el vino de la bota y alguna que otra
cervecita. Una bandada de buitres revolotea sobre nuestras cabezas, quizás
esperando que les invitemos a participar en el banquete –más bien, diría yo,
tenían cerca su banquete-.
Y la comida, junto con la bebida y el calor, van
dando paso a la modorra característica de estos momentos, lo que nos lleva a
buscar una mejor sombra y descansar un rato, aunque con los chistes,
chascarrillos y trastadas de alguno es imposible, pero al menos se está
fresquito a la sombra de los fresnos.
A media tarde y después del descanso, los caminantes volvemos a la marcha, ahora para remontar el curso del río en dirección a las Ollas de Sapa, por una senda que es una gozada, con la vegetación de ribera dándonos su sombra –fresnos, alisos, melojos, algún chopo-, prados de hierba fresca, escobas amarillas en plena floración, curiosas pozas de aguas oscuras cubiertas por los alisos que casi no dejan pasar la luz. El calor desaparece vencido por el frescor húmedo del bosque y de la proximidad del agua del río.
Y en uno de esto parajes, entre robles melojos,
hallamos una lagareta, tallada en una gran roca, de las que utilizaban los
antiguos habitantes de estos lugares para pisar la uva y hacer el mosto,
eludiendo de esta forma el pago de los impuestos por la cosecha –defraudadores
los ha habido siempre-. No eran tontos, en lugar de cargar con las uvas y
además tener que pagar, se llevaban el vino puesto y se ahorraban tiempo y
dinero… ¿dinero? Según cuentan los carteles que aparecen por el camino tenían
una economía de subsistencia basada en la ganadería, el cultivo de la vid y el
aprovechamiento de otros recursos del entorno.
Pronto llegamos a las Ollas de la Sapa, un paraje
impactante y un tanto misterioso por el color blanquecino de las rocas pulidas
por el agua y sus formas casi imposibles trabajadas por el río, encajado en el
batolito granítico en el que, como experto escultor, ha ido labrando “las
marmitas de gigante”, que aquí llaman “ollas”. No nos resistimos a saltar de
roca en roca y a fotografiarlas desde una y otra posición, imaginando a la vez
cómo tiene que ser el espectáculo cuando el río traiga más cantidad de agua.
Nos hacemos la promesa de volver en época de lluvias para ver este paraje en
todo su esplendor.
Ahora ya abandonamos la proximidad del rio y buscamos el camino que nos lleva
hacia Monleón, en cuya margen izquierda se encuentra el despoblado visigodo de
Monte El Alcaide. En este despoblado, datado entre los siglos VI y VIII d. C.,
las excavaciones arqueológicas han dejado a la vista los restos de lo que
fueron unas viviendas, así como algunas tumbas excavadas en las rocas de
granito, alguna lagareta y se ha reconstruido un chozo con piedra y cubierta de
escobas.
Desde aquí, ya en los coches, nos dirigimos a Monleón
por cuyas calles casi desiertas caminamos hacia el castillo y las murallas,
pero el calor y el cansancio van haciendo mella y pronto terminamos en el bar
refrescándonos para coger los coches y regresar a Linares.
Junto a la fachada del seminario, desde donde
habíamos partido por la mañana, y tenemos el resto de los coches, merendamos,
aprovechando la comida que aún nos queda y nos despedimos esperando vernos en
dos semanas aquí mismo, en Linares.
Hemos disfrutado de un gran día.
Severiano Pérez García
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