viernes, 17 de junio de 2016

Las barrenderas de mi pueblo

ENTRESIERRASrd | Una mirada a las siempre incomprendidas gallinas desde el buen juicio y homenaje de Ricardo Pedro García Martín
El tiempo pasó y el progreso llegó, trayendo a los pueblos los servicios de limpieza de sus calles y rincones. Como en las ciudades. Pero cuando yo era un niño, mi pueblo, Cabezuela de Salvatierra, ya disponía de un servicio endémico y gratuito, encargado de mantener la limpieza de sus calles.
No estaba asfaltado ni tenía desagües, circulaba por sus calles todo el ganado de la cabaña que había en el pueblo, dejando a su paso gran cantidad de excrementos, atrayendo moscas, mosquitos y otros insectos. Era necesaria su esterilización y limpieza, para evitar la transmisión de enfermedades en personas y animales.
De forma directa, la naturaleza realizaba los principales trabajos, a los que ayudada voluntariamente un animal doméstico, haciéndolo de forma incansable, permanente y gratuita, contribuyendo durante toda la semana, domingos y festivos incluidos, a eliminar los excrementos.
Tan generoso animal fue, por supuesto, la gallina.
La injusticia humana
Con independencia de los servicios culinarios que ha venido brindando al hombre, con sus huevos y carne, la gallina realizaba trabajos sociales de gran importancia. El ser humano se lo compensaba con ingratitud, adjudicándole calificativos como "cobarde como una gallina", "más fina que las gallinas" o "más puta que las gallinas".
Examinados los niveles en los que están enumeradas las prostitutas para ser consideradas como tales, ocho de nueve es imprescindible cobrar, y en uno hacerlo por necesidad, circunstancias que no concurren en la decente y noble gallina. Aclarada la situación y defendida la honorabilidad de la gallina, sigo con mi relato, relacionado con tan resignado animal.
En mi infancia, hace muchos años, la gallina con sus distintas razas y colores, formaban parte del paisaje de las calles de Cabezuela de Salvatierra. Independientes de otras explotaciones ganaderas, pitas había en todas las viviendas, en número suficiente para suministrar proteínas a las familias.
Deambulaban por las calles, viviendo libremente, se alimentaban de hierbas, insectos, escarbando y picoteando los excrementos de otros animales. Sus dueños las ayudaban con algo de pienso, recordándoles donde tenían que ir a poner los huevos.
Con sus picos y patas diseminaban los excrementos, facilitando al sol su trabajo de esterilización. Secos y esterilizados, el viento los atesoraba en los rincones, siendo la lluvia la comisionada de transportarlos a los arroyos, que finalmente distribuía por sus márgenes, sirviendo de abono.
Sentencia de cocido
La vida de las gallinas estaba conectada con su edad y sexo. Los pollos solo uno de cada gallinero, llegaba a saborear plenamente la vida durante algún tiempo, los otros eran plato de buen yantar en fiestas y celebraciones.
Cuando las gallinas cumplían con alegría la exigencia de poner huevos y criar pollos, su vida no tenía límite. La tristeza estaba sentenciada a formar parte del cocido del día siguiente.
Todo tenía su justificación, cuando las hembras dejaban de poner huevos, no criaban pollos o estaban tristes, su destino estaba escrito. Con ello se interrumpía la pérdida de carne de las pitas, a la vez que se controlaba las epidemias, sin uso de medicamentos y protegiendo la especie.
En los numerosos gallineros del pueblo, solo había juventud y alegría, siendo el pueblo a media mañana, un solo gallinero. Comenzaba el día con el cántico matutino del gallo, correspondido por todos sus colegas, sustituyendo a los no existente relojes de los dueños.
Sirva esta historia de gratitud a la gallina, por los servicios prestados, desde que es huevo, hasta que sus viejos huesos pasan a incorporarse al cocido, o al caldo para las parturientas, no olvidando el valioso cometido que desempeñó en mi pueblo, como ayudante de barrendero y el recuerdo de aquellos ricos huevos moles, que mi madre me hacía.
Moraleja.- Si a viejo quieres llegar, como las gallinas, con alegría la vida has de llevar.

© Ricardo Pedro  García Martín




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