ENTRESIERRASrd | Una mirada a uno de los oficios que
guarda las tradiciones más ancestrales de la tierra charra
Si dicen que el pueblo
tiene alma, la del pueblo salmantino, seguramente, suene a gaita y tamboril.
Se oye a lo lejos en día
de fiesta, despierta calles y plazas, trae recuerdos de infancia, de raíz y
tierra, y solo a su son, si no hubiese más programación festiva, ya sería
fiesta grande.
Suena la jota, el picao
serrano o el perantón, lo mismo da, llamando a las buenas gentes como el
flautista del cuento que dejó sin niños la eterna villa de Hamelin. Asoma con
sus recias vestimentas, seguido de una prole de chiquillería que va tarareando
y contorsionándose; en verano, se sabe, en mangas de camisa, y en invierno, la
capa “por cima”, con su gaita bien soplada, que ya se sabe que por estas
tierras llamaron gaita a la flauta tamboril, golpeando la piel del tambor, que
poco más, insistimos, hace falta en estas tierras para decirse “de fiesta”.
El tamborilero sigue
vivo. Y es un milagro, seguramente poco valorado, o tan acostumbrados a su
estancia, que ya olvidamos que hubo un día (aun lo sigue habiendo quizás) en
que el arte del tamborilero corrió peligro, como toda la comarca, de
despoblarse de artistas.
Apegado a una romería, a
una procesión, a los bailes tradicionales que se muestran como joyas del arcón
comunal.
Así llueva o pique el
sol de buena gana, no falta el tamborilero, que es alma y Santoy seña y comodín
de la tierra charra, llenando de vida los pueblos, sometiendo a su ritmo a la
modernidad cada vez más vertiginosa, en un huequecito, más no le hace falta,
entre orquestas, verbenas y discomóviles. Haciéndose el selfie de turno con el
móvil de última generación, donde antaño solo quedaba el recuerdo.
Maestros de la música,
tradición y cultura que han conseguido agarrar la historia entre los labios y
la van trasmitiendo de generación en generación.
Brindemos por su coraje.
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