domingo, 10 de marzo de 2013

Activistas rurales : Playmobil y bogallas


Suele ser complicado revisar el tiempo que vivimos en clave de perspectiva histórica pues siendo agentes de los hechos que intentamos analizar perdemos la objetividad y derivamos minucias en acontecimientos de importancia y viceversa. Aun así conviene hacer el esfuerzo, aunque le cueste a nuestra cabeza pensante separarse del ego y sus circunstancias, que decía el filósofo. El otro día me comentaban, en petit comité, por qué me había convertido en un activista rural.  He de decir que la definición interpuesta, ya de por sí, me dio qué pensar. Más que nada, porque en el mundo de etiquetas y clichés en que vivimos, la palabra “activista” suele atufar a extremismo y malas intenciones.  Y tras mucho reflexionar, que es el oficio del que no tiene oficio (y poco beneficio), llegué a una conclusión que respondió a la pregunta.
No sé si finalmente la historia nos otorgará este sambenito o será una definición de gracieta que quedará en los almanaques de la época. Pertenezco, como bien dicen por ahí, a la ya famosa “generación de Espinete”. Hombres y mujeres que nacimos a finales de los 70 y principios de los 80, que crecimos sin ser conscientes en plena y manida Transición. Alumnos de EGB, de Heidi, de Oliver y Benji, del Equipo A y del coche fantástico. Quizás los últimos que jugamos con peonzas de madera, con canicas, con chapas; los últimos que realizamos encierros de San Fermín virtuales con playmobils y bogallas. Los últimos que recibimos cachetes autoritarios de los profesores.
Somos, en sí mismos, la generación de la transición. Vimos morir las cintas de cassette rebobinadas “a boli”, conocimos el laser disc que derivó en un Compact Disc que fue perdiendo tamaño hasta convertirse en un MP no sé cuántos. La última generación que vivió con dos canales televisivos mientras nacían “las privadas”. Los últimos, seguramente, que llamaban de usted a los profesores y a los abuelos. Los últimos que coleccionaron cromos y pasaron cuitas por encontrar la estampita de Míchel o de Lineker. Los que jugaban a los “marcianitos” en el salón de videojuegos mientras en casa teníamos la galáctica Atari o vimos la irrupción de la Sega Megadrive y la Nintendo.
Bogallas
Somos la última generación pre-tecnológica. Y somos los únicos, aunque ahora no nos demos cuenta del privilegio, que vivimos ambas épocas, los primeros en adaptarnos a los nuevos tiempos sabiendo que hubo otros, más sencillos y más puros. En nosotros hay un secreto que poco a poco va muriendo.
Somos los últimos que aun viviendo en grandes ciudades jugábamos libres en los parques hasta la hora de cenar mientras esperábamos que nuestra madre se asomase a la ventana y pegase el grito, a lo Omaíta, de “súbete a cenar!”. Sin miedos.
Y poco a poco, alguna vez lo he dicho en voz alta, nos hemos convertido en los nuevos “carrozas”, contando batallitas de los ochenta que la siguiente generación escucha con halo quasi de desdén, igual que nosotros escuchamos a los “carrozas” que nos hablan de los “grises” y el “libertad sin ira”.
Efectivamente, muchas generaciones que nos preceden (padres y abuelos nuestros) se han incorporado a la nueva vida. Pero ellos vivieron otros cambios. A pesar de la adaptación, casi obligatoria, ellos quedaron encerrados en épocas más pretéritas. Nosotros nada sabemos de Franco, solo que existió. Nuestro primer recuerdo es merendar un bocadillo de pan con chocolate (en tableta claro) delante del televisor (sin mando a distancia) y ver las caras de estropajo de Espinete y Don Pimpón.
Me preguntaron, como dije, por qué era un activista rural. Y la respuesta es esa. La esencia libertaria que muchos añoramos en los ochenta es imposible encontrarla en las grandes ciudades. Las urbes han tomado un camino inexorable hacia el futurismo tecnológico y consumista. Y solo los pueblos, en mayor o menor medida, han conseguido (seguramente por su parálisis histórica) guardar ese pequeño tesoro que poco a poco ha quedado sepultado a base de wasaps y youtubes. El tesoro de ver a un niño jugando en la calle, libre, sin miedos, hasta que llega la hora de cenar y su madre, badila en mano, hace el llamamiento oportuno desde la ventana. El último reducto de una vida “de otro tiempo”. Pero de una buena vida.
Aunque finalmente esa vida en los pueblos acabe derivando en un safari que “los de la ciudad” recorren a bordo de jeeps del siglo XXI o una reserva de Cherokees y Sioux, al menos, por el respeto a los viejos tiempos merece la pena promover el activismo por su supervivencia.
Aunque nos tilden de carrozas. Al fin y al cabo toda generación “chochea” sus recuerdos sobre la siguiente. Así se hizo la historia.

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