Suele ser complicado
revisar el tiempo que vivimos en clave de perspectiva histórica pues siendo
agentes de los hechos que intentamos analizar perdemos la objetividad y derivamos
minucias en acontecimientos de importancia y viceversa. Aun así conviene hacer
el esfuerzo, aunque le cueste a nuestra cabeza pensante separarse del ego y sus
circunstancias, que decía el filósofo. El otro día me comentaban, en petit
comité, por qué me había convertido en un activista rural. He de decir que la definición interpuesta, ya
de por sí, me dio qué pensar. Más que nada, porque en el mundo de etiquetas y
clichés en que vivimos, la palabra “activista” suele atufar a extremismo y
malas intenciones. Y tras mucho
reflexionar, que es el oficio del que no tiene oficio (y poco beneficio),
llegué a una conclusión que respondió a la pregunta.
No sé si finalmente la
historia nos otorgará este sambenito o será una definición de gracieta que
quedará en los almanaques de la época. Pertenezco, como bien dicen por ahí, a
la ya famosa “generación de Espinete”. Hombres y mujeres que nacimos a finales
de los 70 y principios de los 80, que crecimos sin ser conscientes en plena y
manida Transición. Alumnos de EGB, de Heidi, de Oliver y Benji, del Equipo A y
del coche fantástico. Quizás los últimos que jugamos con peonzas de madera, con
canicas, con chapas; los últimos que realizamos encierros de San Fermín
virtuales con playmobils y bogallas. Los últimos que recibimos cachetes
autoritarios de los profesores.
Somos, en sí mismos, la
generación de la transición. Vimos morir las cintas de cassette rebobinadas “a
boli”, conocimos el laser disc que derivó en un Compact Disc que fue perdiendo
tamaño hasta convertirse en un MP no sé cuántos. La última generación que vivió
con dos canales televisivos mientras nacían “las privadas”. Los últimos,
seguramente, que llamaban de usted a los profesores y a los abuelos. Los
últimos que coleccionaron cromos y pasaron cuitas por encontrar la estampita de
Míchel o de Lineker. Los que jugaban a los “marcianitos” en el salón de
videojuegos mientras en casa teníamos la galáctica Atari o vimos la irrupción
de la Sega Megadrive y la Nintendo.
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Bogallas |
Somos la última
generación pre-tecnológica. Y somos los únicos, aunque ahora no nos demos
cuenta del privilegio, que vivimos ambas épocas, los primeros en adaptarnos a
los nuevos tiempos sabiendo que hubo otros, más sencillos y más puros. En
nosotros hay un secreto que poco a poco va muriendo.
Somos los últimos que
aun viviendo en grandes ciudades jugábamos libres en los parques hasta la hora
de cenar mientras esperábamos que nuestra madre se asomase a la ventana y
pegase el grito, a lo Omaíta, de “súbete a cenar!”. Sin miedos.
Y poco a poco, alguna
vez lo he dicho en voz alta, nos hemos convertido en los nuevos “carrozas”,
contando batallitas de los ochenta que la siguiente generación escucha con halo
quasi de desdén, igual que nosotros escuchamos a los “carrozas” que nos hablan
de los “grises” y el “libertad sin ira”.
Efectivamente, muchas
generaciones que nos preceden (padres y abuelos nuestros) se han incorporado a
la nueva vida. Pero ellos vivieron otros cambios. A pesar de la adaptación,
casi obligatoria, ellos quedaron encerrados en épocas más pretéritas. Nosotros
nada sabemos de Franco, solo que existió. Nuestro primer recuerdo es merendar
un bocadillo de pan con chocolate (en tableta claro) delante del televisor (sin
mando a distancia) y ver las caras de estropajo de Espinete y Don Pimpón.
Me preguntaron, como
dije, por qué era un activista rural. Y la respuesta es esa. La esencia
libertaria que muchos añoramos en los ochenta es imposible encontrarla en las
grandes ciudades. Las urbes han tomado un camino inexorable hacia el futurismo
tecnológico y consumista. Y solo los pueblos, en mayor o menor medida, han
conseguido (seguramente por su parálisis histórica) guardar ese pequeño tesoro
que poco a poco ha quedado sepultado a base de wasaps y youtubes. El tesoro de
ver a un niño jugando en la calle, libre, sin miedos, hasta que llega la hora
de cenar y su madre, badila en mano, hace el llamamiento oportuno desde la
ventana. El último reducto de una vida “de otro tiempo”. Pero de una buena
vida.
Aunque finalmente esa
vida en los pueblos acabe derivando en un safari que “los de la ciudad”
recorren a bordo de jeeps del siglo XXI o una reserva de Cherokees y Sioux, al
menos, por el respeto a los viejos tiempos merece la pena promover el activismo
por su supervivencia.
Aunque nos tilden de carrozas. Al fin y al cabo toda generación
“chochea” sus recuerdos sobre la siguiente. Así se hizo la historia.
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