ENTRESIERRASrd | Echamos
la mirada de hoy a dos grandes compañeros campestres, la cesta y la alforjilla,
humildes aparejos que forjaban familias
¡Cuántos pasos a la espalda atesoran estos dos
portadores! Portadores de comidas, de bebidas, de ilusión y citas de domingo.
Cuando el hombre (así se llamaba al marido
antaño), salía de casa, con la fiel compañía del perro, a faenar el campo, la
mujer atizaba la lumbre (aquel invento paleolítico que rigió la vida milenaria
del ser humano hasta la llegada del gas o la electricidad). Ya fuera invierno o
verano, la lumbre era, como el perro en el campo, compañía diaria de las
mujeres.
Con la cara siempre morena, morena de tizón y de
llama, de caldero y buche, para que el hombre comiera caliente. Había poco para
elegir, a saber: patatas revolconas o cocido. Puchero de día a día que hoy día,
valga la repetición, es manjar de mesas selectas y menú degustación en tabernas
y restaurantes de la zona.
Por las callejas, de cada casa, salían las
mujeres a llevar la comida al campo, donde, en la manta, bajo el roble o a la
par de un berrueco, comían los dos juntos.
Si esto no era amor, que expliquen los filósofos
qué prueba se necesita para reconocer más alto sentimiento. Kilómetros andando,
bajo la solana, o al frío del invierno, con la comida colgada del brazo, en la
cesta, para llevar mesa y yantar al marido.
También con la alforjilla, compañera de fatigas
de la cesta, andarinas ambas de caminos, ésta echada al hombro, pero comúnmente
portadora de meriendas; al talego con un "cacho pan y chorizo", que
no era asunto baladí, como tampoco lo era, ni nunca se echaba en falta, el
botellín de vino, que aguarda en el agua de alguna fuente cercana para no
perder frescura.
Ya entonces, con el estómago lleno, homenaje a
la siesta de las buenas, la de campo, o de las de palabras mayores, la
"siesta el burro", porque el aparejo del pobre animal hacía las veces
de colchón.
Así se vivía, sencillamente.
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