viernes, 27 de octubre de 2017

¿Quién se ha muerto?

ENTRESIERRASrd | Una mirada a los ritos, tradiciones y creencias sobre la muerte en la comarca

Casi al unísono, desde el chalanero al pastor, alguacil o los niños camino de la escuela (si hayla), desde las mujeres que van como cuentas de rosario con el cántaro a la fuente al que pasa por allí y nada se le ha perdido. Como un sentimiento que recorre la espina dorsal de la comunidad, todos dan un respingo al oírla.

"Están tocando a señal... ¿quién se ha muerto?", se pregunta a media voz, porque estas cosas se han de preguntar con rigor y seriedad.
Seguramente en el toque de campana y en la posterior pregunta que va extendiéndose como un reguero de pólvora se inicia el rito. Se espera el toque, uno, dos, las "fatales" esquilas… porque el campanario, entonces y casi ahora, es antena wifi de buenas nuevas y nuevas pésimas. Y todo tiene su protocolo: si dan tres toques es hombre el fallecido; si dos, mujer; si suenan las "esquilas", es niño o niña. Con esto, ya se descartaban opciones, si enfermos de última hora o accidentes en la era.
"Ha sido Ramón, el de la Cuesta Rana". Que en Paz Descanse.
Tras aviso al médico y al cura (por lo de la carne y el alma), tras aviso al alcalde por si fuese el vecino en cuestión merecedor de bando o enseñas a media asta, se marchaba a casa del carpintero a encargarle la "caja".
El carpintero de estos menesteres ya sabía que este trabajo, sin faltar nunca, viene a deshora. Si el deceso ocurría a medianoche se le avisaba a tal hora, y ya sabía el buen hombre a qué venía la visita, a tal punto que, medio dormido, al oír el golpe en la puerta entre las tinieblas, en lugar de preguntar ¿quién es? ya pregunta directamente ¿de qué medida? Porque las "cajas", si llega la peseta, se hacían a medida.
Que por macabro que suene, y grosero, también en esto de la muerte, por mucho que digan, hay diferencias entre ricos y pobres. Hubo tiempos, nos recuerdan, en que ni siquiera había "cajas" y los muertos eran llevados al cementerio en andas o parihuelas, arreo simple para que no se cayese el difunto en el porte. Luego se le "derramaba" en el "hoyo" y se volvía a casa con las andas. Para la siguiente.
Para la mortaja se buscaba el traje nuevo, ya que era el último viaje y tenía que ir bien vestido, "por si San Pedro", que, ya se sabe, los desharrapados, aunque para ellos está hecho el Reino de los Cielos, tienen santo y seña y revisión de apostura en la garita divina. Los vecinos ayudaban a amortajar el cadáver, "que más guapo nunca estuvo", dejando la ropa sobre la cama, bien planchada y extendida, a la espera del trabajo del carpintero.
El velatorio se hacía en casa. Y no era algo baladí. Porque en la despedida de uno se pone todo patas arriba. A veces se desmontaba la casa entera, se quitaba la cama de la alcoba para dejar espacio allí al difunto y a la familia y a todos cuantos vendrán a llorar la pena.
Con todo listo, se le tapaba al difunto la cara y las manos con un pañuelo blanco, y ya se encendía la palmatoria, que daba aire de aceite y luz a la estancia. Como si la propia presencia de la muerte no fuera suficiente para poner nudos en la garganta.
La familia al completo, niños incluidos, se vestía de negro, como un cuadro de Goya, sentados alrededor de la caja fúnebre a velar por el difunto y recibir el pésame de todos los que venían a la casa a dar el sentimiento.
"Voy a rezarle a fulanito", se decía en horas diurnas. "Yo le velaré a la noche". Porque así se pasaban las últimas horas de vida, o las primeras de muerte. Un día, con su noche, rezado y velado por familiares y amigos y vecinos. Y en esto se separa el grano de la paja, los allegados de los conocidos: al venir el día, cuando ya tienta el sueño, ya solo quedan en el velatorio "los más arrimaos", los de verdad. Hasta rugen los estómagos y la familia saca una pinta de aguardiente y una perronilla para hacer más llevadero el rato, ofrendas ambas que, como dice el saber popular, bien valen para una fiesta como para un funeral.
Llegada la hora de dar sepultura al difunto, el cura acompaña hasta la casa a los dolientes, donde reza un responso y a los niños se les da el pan de la caridad.
Luego llegaban los tiempos del luto. Que era una norma de rigor como pocas. Si era el padre o la madre los marchados, dos años las mujeres vestidas de negro y los hombres sin pisar la taberna (ahí es nada). Por los abuelos, un año. Por los tíos, 9 días….
Así se vivía, sencillamente. Y sencillamente se moría.

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