ENTRESIERRASrd | Una
mirada a los ritos, tradiciones y creencias sobre la muerte en la comarca
Casi al unísono, desde el chalanero al pastor,
alguacil o los niños camino de la escuela (si hayla), desde las mujeres que van
como cuentas de rosario con el cántaro a la fuente al que pasa por allí y nada
se le ha perdido. Como un sentimiento que recorre la espina dorsal de la
comunidad, todos dan un respingo al oírla.
"Están tocando a señal... ¿quién se ha
muerto?", se pregunta a media voz, porque estas cosas se han de preguntar
con rigor y seriedad.
Seguramente en el toque de campana y en la
posterior pregunta que va extendiéndose como un reguero de pólvora se inicia el
rito. Se espera el toque, uno, dos, las "fatales" esquilas… porque el
campanario, entonces y casi ahora, es antena wifi de buenas nuevas y nuevas
pésimas. Y todo tiene su protocolo: si dan tres toques es hombre el fallecido;
si dos, mujer; si suenan las "esquilas", es niño o niña. Con esto, ya
se descartaban opciones, si enfermos de última hora o accidentes en la era.
"Ha sido Ramón, el de la Cuesta Rana".
Que en Paz Descanse.
Tras aviso al médico y al cura (por lo de la
carne y el alma), tras aviso al alcalde por si fuese el vecino en cuestión
merecedor de bando o enseñas a media asta, se marchaba a casa del carpintero a
encargarle la "caja".
El carpintero de estos menesteres ya sabía que
este trabajo, sin faltar nunca, viene a deshora. Si el deceso ocurría a
medianoche se le avisaba a tal hora, y ya sabía el buen hombre a qué venía la
visita, a tal punto que, medio dormido, al oír el golpe en la puerta entre
las tinieblas, en lugar de preguntar ¿quién es? ya pregunta directamente ¿de qué medida?
Porque las "cajas", si llega la peseta, se hacían a medida.
Que por macabro que suene, y grosero, también en
esto de la muerte, por mucho que digan, hay diferencias entre ricos y pobres.
Hubo tiempos, nos recuerdan, en que ni siquiera había "cajas" y los
muertos eran llevados al cementerio en andas o parihuelas, arreo simple para
que no se cayese el difunto en el porte. Luego se le "derramaba" en
el "hoyo" y se volvía a casa con las andas. Para la siguiente.
Para la mortaja se buscaba el traje nuevo, ya
que era el último viaje y tenía que ir bien vestido, "por si San
Pedro", que, ya se sabe, los desharrapados, aunque para ellos está hecho el
Reino de los Cielos, tienen santo y seña y revisión de apostura en la garita
divina. Los vecinos ayudaban a amortajar el cadáver, "que más guapo nunca
estuvo", dejando la ropa sobre la cama, bien planchada y extendida, a la
espera del trabajo del carpintero.
El velatorio se hacía en casa. Y no era algo
baladí. Porque en la despedida de uno se pone todo patas arriba. A veces se
desmontaba la casa entera, se quitaba la cama de la alcoba para dejar espacio
allí al difunto y a la familia y a todos cuantos vendrán a llorar la pena.
Con todo listo, se le tapaba al difunto la cara
y las manos con un pañuelo blanco, y ya se encendía la palmatoria, que daba
aire de aceite y luz a la estancia. Como si la propia presencia de la muerte no
fuera suficiente para poner nudos en la garganta.
La familia al completo, niños incluidos, se
vestía de negro, como un cuadro de Goya, sentados alrededor de la caja fúnebre
a velar por el difunto y recibir el pésame de todos los que venían a la casa a
dar el sentimiento.
"Voy a rezarle a fulanito", se decía
en horas diurnas. "Yo le velaré a la noche". Porque así se pasaban
las últimas horas de vida, o las primeras de muerte. Un día, con su noche,
rezado y velado por familiares y amigos y vecinos. Y en esto se separa el grano de la paja, los
allegados de los conocidos: al venir el día, cuando ya tienta el sueño, ya solo
quedan en el velatorio "los más arrimaos", los de verdad. Hasta rugen
los estómagos y la familia saca una pinta de aguardiente y una perronilla para
hacer más llevadero el rato, ofrendas ambas que, como dice el saber popular,
bien valen para una fiesta como para un funeral.
Llegada la hora de dar sepultura al difunto, el
cura acompaña hasta la casa a los dolientes, donde reza un responso y a los
niños se les da el pan de la caridad.
Luego llegaban los tiempos del luto. Que era una
norma de rigor como pocas. Si era el padre o la madre los marchados, dos años
las mujeres vestidas de negro y los hombres sin pisar la taberna (ahí es nada).
Por los abuelos, un año. Por los tíos, 9 días….
Así se vivía, sencillamente. Y sencillamente se
moría.
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