ENTRESIERRASrd | Una mirada a los emigrantes que con su
partida en busca de una vida mejor dejaron tras de sí uno de los grandes
problemas de las tierras rurales: la despoblación
La historia reciente de
la mayor parte de los territorios de interior de España pasó por la emigración,
lastre con el que aún cargan (cargamos) las comarcas salmantinas que han visto,
con rubor o sin él, que los que se fueron no volvieron, o si lo hicieron, a
lomos de una pensión de jubilación bien ganada, no trajeron descendencia que
herede nuestros pagos porque ellos, la descendencia, ya echó raíces en otras
tierras.
Gran parte de nuestros
antepasados fueron emigrantes. Los hay que solo recuerdan aquellas “marchas
peregrinas” a Francia, Suiza o Alemania. Pero las hubo anteriores, que llevaron
apellidos allende los mares, marchándose “a hacer las Américas”. De
Entresierras el destino casi unívoco fue la patria Argentina, donde marcharon
familias enteras, como compañías de minas en busca del Dorado.
Aunque nadie explicó que
el Dorado era “trabajo y más trabajo”.
De aquellos muchos nunca
más volvieron a su tierra, tomaron acento “de allá” y dejaron, olvidados ya en
el baúl de las siguientes generaciones, familia y raíces.
Después, como bien se
sabe, el destino fueron los países del centro de Europa. Alemania y Francia se
llenaron de “españolitos”, animados por los primeros mozos solteros que iban a
tantear el terreno y que, como una avanzadilla, hacían el gesto de “camino
libre y próspero, venid!”. Tras ellos, como otra marejada, se fueron marchando
otras tantas familias.
Y volvían, claro, de vez
en vez, asomaba alguno por el pueblo, donde las cosas seguían como siempre
fueron. Se había hecho la matanza, se había recogido el huerto y al emigrante
se le preguntaba “¿cuándo marchas? Pa mandar algo a la mi gente”. Y este,
tomado por mula de carga, se marchaba para el extranjero cargado de botín a
repartir entre los “parias”.
En los años 60 y 70 fue
un ir (y no venir) de gente, que marcharon en busca de una vida mejor. Los
pueblos fueron menguando, cada vez más desolados. Con los emigrantes se fue
algo de alegría, porque ya no se juntaba la familia a hacer la matanza, a
preparar la motila o a celebrar los oficios. Comenzaron a faltar piezas en el
puzzle familiar.
Y cuando pasaban las
fiestas del pueblo, comenzaban a desfilar las mozas que marchaban a servir a
Madrid, a Barcelona o a San Sebastián, como si de esta tierra solo pudiesen
nacer sirvientes.
Las mozas, el día después
de la fiesta, con lágrimas en los ojos, por la incertidumbre de lo que le
pudiera esperar en la capital o en el norte, por dejar familia y hasta novio, esperaban
el coche de línea (que nunca fue tan fúnebre) con un silencio que solo algún
llanto rompía.
Así empezó este mal. El
de la despoblación, que hoy es carne de presupuesto efímero, y al que nadie
sabe dar la solución verdadera.
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