domingo, 9 de diciembre de 2018

La pieza del puzzle


ENTRESIERRASrd | Una mirada a los emigrantes que con su partida en busca de una vida mejor dejaron tras de sí uno de los grandes problemas de las tierras rurales: la despoblación
La historia reciente de la mayor parte de los territorios de interior de España pasó por la emigración, lastre con el que aún cargan (cargamos) las comarcas salmantinas que han visto, con rubor o sin él, que los que se fueron no volvieron, o si lo hicieron, a lomos de una pensión de jubilación bien ganada, no trajeron descendencia que herede nuestros pagos porque ellos, la descendencia, ya echó raíces en otras tierras.

Gran parte de nuestros antepasados fueron emigrantes. Los hay que solo recuerdan aquellas “marchas peregrinas” a Francia, Suiza o Alemania. Pero las hubo anteriores, que llevaron apellidos allende los mares, marchándose “a hacer las Américas”. De Entresierras el destino casi unívoco fue la patria Argentina, donde marcharon familias enteras, como compañías de minas en busca del Dorado.
Aunque nadie explicó que el Dorado era “trabajo y más trabajo”.
De aquellos muchos nunca más volvieron a su tierra, tomaron acento “de allá” y dejaron, olvidados ya en el baúl de las siguientes generaciones, familia y raíces.
Después, como bien se sabe, el destino fueron los países del centro de Europa. Alemania y Francia se llenaron de “españolitos”, animados por los primeros mozos solteros que iban a tantear el terreno y que, como una avanzadilla, hacían el gesto de “camino libre y próspero, venid!”. Tras ellos, como otra marejada, se fueron marchando otras tantas familias.
Y volvían, claro, de vez en vez, asomaba alguno por el pueblo, donde las cosas seguían como siempre fueron. Se había hecho la matanza, se había recogido el huerto y al emigrante se le preguntaba “¿cuándo marchas? Pa mandar algo a la mi gente”. Y este, tomado por mula de carga, se marchaba para el extranjero cargado de botín a repartir entre los “parias”.
En los años 60 y 70 fue un ir (y no venir) de gente, que marcharon en busca de una vida mejor. Los pueblos fueron menguando, cada vez más desolados. Con los emigrantes se fue algo de alegría, porque ya no se juntaba la familia a hacer la matanza, a preparar la motila o a celebrar los oficios. Comenzaron a faltar piezas en el puzzle familiar.
Y cuando pasaban las fiestas del pueblo, comenzaban a desfilar las mozas que marchaban a servir a Madrid, a Barcelona o a San Sebastián, como si de esta tierra solo pudiesen nacer sirvientes.
Las mozas, el día después de la fiesta, con lágrimas en los ojos, por la incertidumbre de lo que le pudiera esperar en la capital o en el norte, por dejar familia y hasta novio, esperaban el coche de línea (que nunca fue tan fúnebre) con un silencio que solo algún llanto rompía.
Así empezó este mal. El de la despoblación, que hoy es carne de presupuesto efímero, y al que nadie sabe dar la solución verdadera.
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