jueves, 8 de octubre de 2015

El mito de las Batuecas

ENTRESIERRASrd | La intencionada tergiversación de un mito o el tiempo de la historia detenido en el valle sagrado
A lo largo de ese extenso, conflictivo y difícil periodo de heterogénea convivencia multisecular que llamamos "Historia de España", ha habido siempre diversos grupos étnico-sociales marginados o automarginados:
mozárabes, mudéjares y moriscos, judíos, chuetas (judíos mallorquines), gitanos, etc. Otros grupos sociales, aunque no estrictamente marginados, han vivido hasta épocas recientes relativamente segregados, vinculados a una región o a un oficio casi exclusivo, lo cual ha levantado sobre ellos todo tipo de envidiosas suspicacias y de supuestas leyendas sobre su origen y su enriquecimiento (caso de los arrieros maragatos, por ejemplo).
Pero además de estos grupos marginados o automarginados, ha habido también poblaciones marginales, es decir, grupos étnicos involuntariamente aislados durante siglos del resto de las gentes, o enganchados tardíamente a la historia hispánica y a la civilización común. Los casos históricos más representativos son el de los antiguos vascos (cuyo relativo aislamiento cultural terminó a partir de su definitiva y tardía cristianización en la Alta Edad Media) y el de los indígenas tinerfeños y canarios (descubiertos, conquistados, cristianizados y asimilados en el siglo XV). Las poblaciones amerindias, por su parte, dadas las propias características socioeconómicas y políticoculturales de la conquista y colonización españolas, participan a veces de ambas circunstancias: marginación y marginalidad.
Menos conocidos son los casos de otras comunidades marginales hispánicas mucho más reducidas, tales como los pasiegos del valle del Pas, en Cantabria, que a comienzos del s. XVII estaban todavía escasamente cristianizados y mantenían primitivas creencias de origen supuestamente céltico, o como los llamados agotes, del valle navarro de Baztán, que hasta finales del s. XVIII vivieron marginados y en ocasiones perseguidos (y cuyo nombre los identificaba en la creencia popular como supuestos "godos", aunque se trata probablemente de algún resto aislado de una población subpirenaica mucho más reciente).
Éstos son los casos históricos más conocidos, pero seguramente no fueron los únicos. En un país de una orografía tan accidentada como la de la península ibérica (el país -en su extensión- más montañoso de Europa) no fueron infrecuentes los casos de gentes que vivían aisladas en valles y montañas de difícil acceso: aislamiento más o menos voluntario en ciertos casos individuales (bandoleros, eremitas, serranos, vaqueros...) o más o menos involuntario en el caso de pequeñas colectividades o grupos familiares. La supuesta existencia de algunos hipotéticos grupúsculos humanos marginales o residuales en épocas más antiguas nos viene sugerida a veces por ciertos indicios que han dejado su posible huella en algunas expresiones del lenguaje proverbial y popular. Así, por ejemplo, se puede conjeturar con la posibilidad de que las expresiones "estar en Babia", "babieca" (=tonto, pasmado, alelado) pudieron en su origen hacer referencia a ciertos individuos o familias de origen celto-astúr que permanecieron más o menos aislados en las montañas de León (en la comarca de Babia) hasta épocas altomedievales; pero no pasan de ser meras conjeturas. En otros casos, los exiguos y esporádicos datos históricos se entremezclan con abundantes elementos míticos y con leyendas folklóricas muy variadas, tal como ocurre con el llamado "mito de las Batuecas", del que vamos a ocuparnos aquí.
El valle de las Batuecas (en la parte meridional de la actual provincia de Salamanca y en el noreste de la sierra de Gata, al pie mismo de la llamada Peña de Francia) está inmediato a la comarca cacereña de las Hurdes (o Jurdes) y en realidad forma con ella una misma unidad geográfica. Rodeado de montes poblados de bosque y maleza, este pequeño valle es relativamente fértil y de caza abundante, con un microclima que se caracteriza por su benignidad y por un moderado régimen de lluvias. Nunca ha sido de hecho un territorio impenetrable, pero debido a su relativo aislamiento entre los agrestes montes de su contorno llegó a convertirse con el transcurso de los siglos en una zona de difícil acceso y escasísimamente frecuentada.
Con seguridad, el valle estuvo habitado al menos desde la Edad del Bronce (se han encontrado asimismo diversas pinturas rupestres en abrigos rocosos) y sus primeros habitantes históricos -según se deduce de las noticias de Estrabón y de otros historiadores romanos- fueron los vettones, importante pueblo céltico que se extendía por los territorios que hoy constituyen las actuales provincias de Cáceres-Salamanca-Ávila y buena parte de las de Valladolid, Segovia, Zamora, Badajoz y el este de Portugal. El propio nombre de las Batuecas (cuya forma originaria sería -según algunos- Batocca o Betocca) se ha supuesto que deriva del de los batocos o batones, esto es, del de los mencionados betones célticos (sin embargo, para aceptar esta supuesta etimología es necesario suponer que el valle permaneció habitado ininterrumpidamente por una población autóctona que conservase dicho nombre).
Desde el siglo VIII hasta el siglo XI estos territorios extremeños pertenecieron a los dominios musulmanes (del califato cordobés primero y del reino moro de Badajoz después). Y desde mediados del s. XI, en el primer gran periodo de expansión del reino castellano-leonés, todas las tierras inmediatas al río Tajo (la Extrema Durii, o "frontera del otro lado del río Duero") pasaron más o menos definitivamente a manos cristianas. En el año 1065 toda la zona era fronteriza del reino cristiano de León con los reinos musulmanes de Badajoz y de Toledo. Y en 1086 la frontera del reino castellano-leonés estaba por debajo de la población de Coria.
La repoblación de las comarcas adyacentes al valle de las Batuecas está documentada al menos desde el siglo XIII (hay noticias históricas de la fundación del concejo de La Alberca y de otros pueblos cercanos hacia el año 1288, repoblados con gentes castellanas y leonesas). En las últimas décadas del s. XIV se produjeron las guerras fronterizas entre Castilla y Portugal, que implicaron a toda la región. Pero fue en las primeras décadas de la centuria siguiente (entre 1410 y 1430 aproximadamente) cuando empezaron a ocurrir en la zona unos extraños sucesos que iban a contribuir a la formación paralela de un doble círculo de leyendas (religiosas y mitológicas) que no son seguramente del todo independientes en su origen. Veamos primero las religiosas.
En  1436 aparece instalada una comunidad de frailes Predicadores (dominicos) en lo que será el núcleo del santuario de la Peña de Francia, que había comenzado a edificarse apresuradamente dos años antes a raíz del supuesto descubrimiento "milagroso" de una imagen de la Virgen enterrada en dicha montaña desde dos siglos atrás, según se decía. Una carta expedida en 1436 por el monarca castellano Juan II a favor de Fray Lope de Barrientos como prior del nuevo convento confirma documentalmente la fundación, motivada aparentemente por el hecho de haberse "descubierto una imagen por la cual se dice que Nuestro Señor face muchos milagros" (este Barrientos, dominico, era el confesor del príncipe Enrique, y fue -por cierto- quien hizo quemar la poco ortodoxa biblioteca del marqués de Villena cuando éste cayó en desgracia en la Corte castellana).
La leyenda recogida -o inventada- por los dominicos aludía al descubrimiento milagroso de la imagen dos años antes (1434) por un tal Simón de París o Simón Vela, francés de nación (y que era probablemente el escultor o tallista de esa imagen). El tal Simón vivió con los frailes en el santuario hasta su muerte, acaecida en 1438. Sobre su biografía y su milagroso descubrimiento los propios dominicos tejieron un relato en el que no faltan ninguno de los principales elementos y esquemas arquetípicos característicos de las historias hagiográficas y milagreras de todas las épocas. En la dotación y edificación del santuario aparece mencionado en otro documento un tal Juan de Bonilla, bachiller de Salamanca (recordemos que la Universidad salmantina estaba en ese tiempo mayoritariamente controlada por los dominicos). El montaje casi resulta evidente; las causas del mismo, sin embargo, son mucho más oscuras y no se transparenta en absoluto su verdadera motivación.
La primera mitad del siglo XV, en Castilla, fue una época particularmente agitada y turbulenta en lo político (luchas nobiliarias, guerras civiles, debilitamiento de la monarquía castellana, cuyos reyes se habían convertido en marionetas de validos ambiciosos y de facciones aristocráticas enfrentadas). En el terreno de lo religioso no fueron menores las convulsiones: la Iglesia continuaba procurando la conversión de los mudéjares musulmanes e impidiendo en lo posible su trato con los cristianos; seguían produciéndose asaltos a las juderías por parte de las turbas exaltadas; apareció un importante brote de herejía en Durango (Vizcaya) en 1442; un maestro de Salamanca, Pedro de Osma, empezaba a destacar por sus doctrinas heterodoxas; se produjeron intentos de establecer una nueva Inquisición, que no culminarían hasta el reinado de los Reyes Católicos. Entre el pueblo bajo había muchas supersticiones (en parte procedentes de los judíos y musulmanes y en parte generadas por el propio fanatismo religioso popular), y no faltaban entre el vulgo adivinos, curanderos, hechiceros, etc.
En este contexto general hay que situar la fundación de ese santuario de la Peña de Francia y todo el ciclo de leyendas milagrosas a que dió lugar. El santuario adquirió una gran fama popular más allá de su territorio y entró incluso en la literatura en los siglos siguientes (Lope de Vega en "El casamiento en la muerte" y Tirso de Molina en "Peña de Francia" son la mejor muestra de ello).
Ahora bien, las motivaciones concretas y reales que dieron lugar al establecimiento de este santuario, a la implantación de los dominicos en la zona (una orden religiosa -recordémoslo- eminentemente ideológica y propagandística) y a la subsiguiente elaboración de leyendas ortodoxamente religiosas que gozaron de amplia aceptación, parece que hay que buscarlas en el terreno específico de la superstición popular. Sin duda en esta zona habían surgido en las primeras décadas del s. XV unos importantes brotes de leyendas supersticiosas que motivaron la intervención de las autoridades eclesiásticas.
Algo inusual ocurrió en la zona y dió origen a esas leyendas y a esa intervención eclesiástica. Hay incluso algunas noticias oficiosas sobre la venida a esta región del célebre predicador valenciano San Vicente Ferrer en 1412 y sobre la visita que en 1445 habría hecho al santuario el propio rey castellano Juan II. El caso es que la propaganda de los dominicos surtió el efecto deseado y consiguió contrarrestar y neutralizar eficazmente (al menos en parte) el misterioso fenómeno supersticioso que motivó su presencia e implantación en la zona.
Pero la neutralización no fue ni mucho menos completa, y prueba de ello es que -paralelamente al ciclo legendario religioso elaborado por los dominicos y que tanto éxito tuvo en los tiempos posteriores- se desarrolló otro ciclo mitológico (éste de carácter profano o pagano) que tuvo como tema principal al vecino valle de las Batuecas, origen indudable de ambos ciclos míticos aparentemente desconectados entre sí.
A comienzos del siglo XVI estaba ya plenamente formado el mito de las Batuecas, el mito de un valle escondido habitado por extrañas gentes aisladas de la civilización. Había surgido toda una leyenda popular sobre este lugar y sus supuestos habitantes, una mitología que comenzó sin duda con las habladurías y supersticiones de los pueblos circunvecinos de los contornos del valle y que pronto se extendió de boca en boca a otras regiones españolas más alejadas, magnificándose y fundiéndose con las creencias y temas arquetípicos que laten en el inconsciente colectivo de todos los pueblos y de todas las épocas. Se hablaba del descubrimiento de un nuevo "Paraíso Terrenal", de unas gentes ingenuas y semisalvajes que andaban desnudos y que vivían bucólicamente una ignorancia feliz en unas hermosas tierras recónditas e inexploradas que estaban situadas en el corazón mismo de Castilla y de la Extremadura.
Las nuevas noticias sobre las tierras americanas descubiertas a finales del siglo XV y sobre sus habitantes incidirán también en el mito de las Batuecas, a las que algunos autores literarios llamarán "la Nueva América". En efecto, la literatura castellana de los siglos XVI y XVII recoge la leyenda, la reelabora, la amplía, la extiende y la revitaliza (pues es de suponer que por sí solo el mito popular era cada vez más insostenible, ya que el mítico territorio estaba demasiado cercano para satisfacer la curiosidad de cualquiera).
La existencia del mito de las Batuecas en los siglos XVI y XVII era puramente literaria y metafórica, un mito sobre un territorio y unas gentes del que muchos hablaban pero que la mayoría ni siquiera había visto personalmente, un mito cuya literaria existencia venía a llenar un importante hueco de ideales y de aspiraciones espirituales de la época. Era, en efecto, un ideal, no una realidad (ni siquiera una realidad material idealizada, como lo fue en cierta medida el mito de las Indias o el mito de El Dorado: a las Batuecas no se le atribuía más riqueza que la puramente espiritual, pero una espiritualidad de tipo esencialmente ético, no estrictamente religioso). Numerosos escritores recogen el mito (Matos Fragoso, Pérez de Montalván, Juan de Hoz, el jesuíta Nieremberg); el propio Lope de Vega contribuyó decisivamente a esa mitificación, tocando directamente el tema en una de sus obritas, "Las Batuecas del Duque de Alba" (la mayor parte de estas tierras se hallaban de hecho desde décadas atrás en los extensos dominios nominales de esta poderosa Casa nobiliaria).
Desde finales del s. XVI la Iglesia vuelve a tomar cartas en el asunto, decidida a desmitificar completamente unas supersticiones y fantasías paganas que se difundían por toda la Península y parte del extranjero, y desde el obispado de Coria se decide la instalación en 1599 de un convento de Carmelitas Descalzos en pleno valle de las Batuecas. A mediados del s. XVII el poder eclesiástico toma disposiciones para construir iglesias en los pueblos de Mestas, Casares y Hermitas, contiguos al valle, como forma de reforzar la presencia eclesial en la zona. Pero todo el ciclo legendario creado sobre este valle fantástico y sus ingenuos habitantes perdurará todavía durante bastantes décadas más, a pesar de que la propaganda eclesiástica se esforzaba en demostrar que allí no había nada de eso, al mismo tiempo que promocionaba diversas publicaciones desmitificadoras que pretendían dar a conocer la verdadera realidad del territorio.
¿Y cuál era la "verdadera realidad" del valle de las Batuecas? Quien quiso conocerla pudo conocerla desde el principio: una zona atrasada y deprimida en extremo, unas gentes que vivían en la más completa miseria, aislados durante varios siglos del resto de la civilización, olvidados por la Historia en unos lugares tan agrestes que los colonos de los pueblos de los contornos no osaban penetrar suponiéndolos poblados por "demonios". Esto es lo que vieron (y no escribieron) los primeros religiosos que se instalaron en la zona, los dominicos del santuario de la contigua Peña de Francia; esto es lo que sabían cuantos quisieron saberlo (incluidos los sucesivos Duques de Alba), lo que más tarde supieron Moratín (que compara el lugar con la agreste y desolada isla de Cabrera) y los ilustrados de su época, y lo que supo el articulista Mariano José de Larra (para quien las Batuecas simbolizan sobre todo la brutalidad e ignorancia pueblerinas).
En el siglo XVIII (en buena parte gracias a este mito) se emprende la modernización de las tierras extremeñas: se crean las Intendencias de Mérida y de Badajoz (1720), se crea la Audiencia de Cáceres (1790), se edifican iglesias en los atrasados poblados de las Hurdes y se reagrupan unas cuarenta y seis alquerías hurdanas dispersas formando poblaciones mayores, a iniciativa del obispo de Coria en 1737 (Coria, además de sede episcopal, era una de las principales poblaciones extremeñas desde la época de la Reconquista cristiana y contaba con imprenta propia desde 1489). En un informe dirigido a dicho obispo sobre los habitantes de estas alquerías de las Hurdes se escribió lo siguiente:
"Viven todos en suma miseria, manteniéndose lo más del año con verduras y legumbres cocidas con agua y sal y un poco de aceite o migaja de tocino, el que lo tiene, y pasándose meses enteros sin probar el pan, y ése de centeno, siendo su mejor temporada la de las uvas, frutas y castañas. Andan descalzos de pie y pierna, con alguna pobre camisa de estopa, calzones y jubón de jerga. Aun estando enfermos se acuestan sin otra cama que el suelo, a veces con algunos helechos, o en una tabla de castaño, que les suele servir de asiento (...) Cuando enferman no hacen medicina alguna, ni gastan botica, y todo lo más practican algún remedio casero según sus observaciones; llegando a agravarse, la más extraordinaria diligencia es ir por pan de trigo y vino a donde puedan hallarlo, y si con esto no mejoran, desconfían de su vida".
Esto eran "las Batuecas", o mejor dicho, las vecinas Hurdes, a mediados del siglo XVIII. ¿Mejoraron las cosas? No mucho, a decir verdad. A principios del siglo XX la comarca extremeña de las Hurdes (o Jurdes, en dialecto extremeño) seguía siendo una de las mayores vergüenzas nacionales: algo que no se desconocía en las esferas oficiales (políticas, culturales y eclesiásticas) pero que nadie tenía la decencia de intentar remediar. Se sabía lo que había allí: una población que vivía en condiciones de infrahumana miseria, que subsistía en la más completa indigencia y practicaba la mendicidad y una agricultura más que elemental para sobrevivir, que presentaba en sus individuos numerosas taras y degeneraciones congénitas debido a las uniones consanguíneas, que desconocía los más elementales niveles de una vida humana digna.
Cuando el rey Alfonso XIII visitó las Hurdes a comienzos del verano de 1922, cuando el cineasta aragonés Luís Buñuel filmó en estas tierras su tremendista, propagandístico y denigrante documental "Tierra sin Pan" (1933), la existencia de este desolado lugar y de estas miserables gentes en un olvidado extremo de la España del s. XX era ya la nueva forma que el antiguo mito de las Batuecas retomaba ante la conciencia de la Europa del progreso, una realidad que llenaba de oprobio e infamia a la nación entera. Pero ni siquiera a partir de entonces los sucesivos gobiernos se esforzaron mucho por acabar rápidamente con esta sórdida y bochornosa leyenda real que ya no era posible ocultar por más tiempo. Un dato significativo: hasta la década de los '60 del siglo XX no llegarían a los poblados hurdanos la luz eléctrica y los transportes regulares. Hoy, finalmente, las Batuecas no tienen ya leyenda, y las Hurdes tampoco. Ya han entrado hace décadas en la "normalidad". Ni una zona ni otra son ya -menos mal- ficticia tierra en extremo feliz o impresentable tierra extremadamente infeliz en una Extremadura pura y dura, en el país de los extremos más exagerados.
Entre el mito bucólico y la realidad descarnada se ha escondido durante siglos la historia de este valle encantado y encantador, casi ficticio. Ya sabemos lo que el mito escondía tras su niebla poética: la imagen más hermosa enmascaraba precisamente la realidad más sórdida y deformada. Los míticos e imaginarios batuecos no eran otros que los habitantes reales de esa comarca (y luego de la comarca hurdana inmediata), unas gentes que habían salido de su hermético valle y se habían encontrado de golpe con una Historia que se había olvidado por completo de ellos. Entraron en la Historia y entraron en el Tiempo, pero el propio Tiempo les tuvo necesariamente que mitificar porque se salían de todo lo imaginable.
Resulta difícil desenredar la complicada madeja de su inesperada aparición en la Historia, separando las leyendas y los datos concretos constatados. Parece verosímil, a la vista de esos datos, que los batuecos fueron saliendo esporádicamente de su valle al menos desde comienzos del s. XV en adelante, instalándose en las comarcas hurdanas vecinas (aunque es más verosímil aun que fueran los poderes políticorreligiosos los que decidieron su traslado para acallar las habladurías y las leyendas). Pero también es muy probable que -con anterioridad a esas fechas- hubiera habido algunos individuos de las gentes vecinas (sobre todo pastores) que se adentraron en ese valle y volvieron contando extrañas historias sobre "demonios" que andaban desnudos, que adoraban al sol y que tenían extrañas cruces "de forma un tanto perdida" (algunos comentaristas modernos, con imaginación calenturienta, han pensado en las esvásticas, tan comunes en los pueblos célticos peninsulares; los comentaristas antiguos -no menos extravagantes y de acuerdo con los conocimientos de la época- los creyeron descendientes de los godos).
Todo ello creó un clima de leyendas y de superstición, acrecentado por la soledad, el misterio y la belleza de esos apartados montes. Y cuando en las primeras décadas del s. XV (acaso como consecuencia de las anteriores guerras castellano-portuguesas) fueron finalmente descubiertos estos "batuecos", las leyendas y las supersticiones aumentaron hasta extremos preocupantes, de manera que los dominicos (vanguardia de la Iglesia en la lucha contra el paganismo, la superstición y la herejía) se decidieron a cortar el asunto desde su raíz, reelaborando una milagrería paralela que sirviese para desviar las atenciones en una dirección más ortodoxa y aceptable. A las "gentes escondidas y descubiertas en las Batuecas" contrapusieron la "Virgen escondida y descubierta en la vecina Peña de Francia". Y tuvieron éxito, como hemos visto, pero no consiguieron evitar que al margen del nuevo mito cristiano se formase otro mito profano sobre esas gentes a las que se pretendía ignorar oficialmente.
Las habladurías persistieron y se mantuvieron en la zona hasta bien entrado el siglo XVI (aunque el asentamiento de nuevos colonos en los pueblos y la emigración de los antiguos habitantes hacia otros pueblos más alejados fueron desfigurando el carácter de esas noticias conservadas por tradición oral entre los vecinos). Así debió de ocurrir en líneas muy generales, aunque siempre se puede pensar que no fueron los dominicos los que pusieron esa imagen de la Virgen en la Peña de Francia y que fue efectivamente un hallazgo casual en unas antiguas tierras fronterizas. En cualquier caso, el "milagro" sirvió sobre todo (como tantas otras veces en la Historia) para contrarrestar lo pagano emergente con un mito cristiano, y de paso para intensificar la cristianización de la zona.
Pero ¿quiénes eran estos batuecos? ¿de dónde procedían? ¿eran moros? Desde luego no parece que fueran godos, como imaginaron Lope de Vega y otros (el hecho de calificarlos como aislados descendientes de los godos era casi un insulto para la aristocracia castellana de la época, que se vanagloriaba de descender "de pura sangre gótica"). Eran -pensarían los dominicos- demasiado feos, demasiado mentecatos y demasiado palurdos para ser godos. No encajaban en ningún esquema de comprensión (y eso es siempre peligroso). Así que la "inteligentsia" de la Iglesia de entonces optó por ignorarlos, fabricando un nuevo mito religioso que hiciera olvidar el asunto. No lo consiguieron del todo, según se ha visto, y el mito de los hombres ingenuos y salvajes salió adelante y pronto comenzó a circular por toda España.
Estos batuecos no debían de ser muy numerosos en el momento de su descubrimiento, pues en ese caso las propias autoridades civiles hubieran tenido que tomar algunas disposiciones (que evidentemente no se tomaron) y la realidad humana del asunto habría trascendido necesariamente a los documentos oficiales de la época. Posiblemente su número no sobrepasaba como mucho los 500 o 600 individuos (de ambos sexos): se sabe, por ejemplo, que a finales del s. XVII la población de las Hurdes no llegaba a los 500 vecinos (y tal vez no porque la zona hubiera sufrido una despoblación, sino más bien porque esos batuecos originarios nunca fueron más que unos pocos centenares). Tampoco es nada verosímil que esta gente hubiese estado aislada en el valle desde las remotas épocas en que los vetones célticos llegaron a la zona, y ni siquiera es probable que permaneciesen escondidos allí desde los tiempos de la gran invasión musulmana del s. VIII, por muy sugestivo que sea el dato (histórico) de que las tropas árabo-bereberes de Tarik y Muza combatieron en Segoyuela (Peña de Francia) contra un ejército visigodo al que derrotaron, o los diversos datos sobre las posteriores luchas intestinas del s. IX y principios del s. X en el reino moro de Badajoz y en la fortaleza de Coria.
Si es que no eran moros bereberes (y no parece improbable que algunos de ellos lo fuesen en origen), estas gentes descubiertas a comienzos del s. XV, que es también -por otras razones- el siglo de los "descubrimientos", hablarían seguramente un "castellano" algo más primitivo y léxicamente mucho más reducido y rudimentario que el de las gentes repobladoras de los pueblos vecinos de la zona, pero en ese caso su lengua no sería del todo incomprensible para los que los descubrieron. Es más, si hubiera que suponer que el nombre del valle procede de los antiguos vetones, parece necesario deducir que o bien lo conservaron estos mismos batuecos (en cuyo caso la forma evolucionada de batuecos, que no se remonta más atrás del s. X, nos daría la cronología de su aislamiento) o bien el nombre lo trajeron los nuevos repobladores del siglo XIII que fundaron las poblaciones cercanas. Se puede pensar, con bastante más fundamento histórico-filológico, que el término Batueca pudiera proceder del vocablo Baética de época romana, conservado como semicultismo por la tradición o por cierta literatura medieval latinizante, suponiéndose que la comarca de las Batuecas pudo ser alguna vez (por ejemplo en época visigoda) el límite más septentrional de la antigua provincia romana llamada "Bética", aunque es sabido que en época romana imperial esas tierras pertenecían más bien a la provincia de Lusitania.
A la vista de todo ello, parece lo más probable suponer que esos batuecos procedían de unas docenas de familias que se escondieron en el valle durante las luchas fronterizas entre musulmanes y cristianos a mediados del s. XI, o incluso en épocas más posteriores (recordemos que a la imagen de la Virgen escondida en la Peña de Francia los dominicos le atribuían unos dos siglos de antigüedad, aunque sabían que era obra del mencionado escultor coetáneo Simón Vela o Simón de París). Es difícil aceptar que los batuecos fuesen antiguos paganos, pero es verosímil suponer que -si se trataba de cristianos aislados en el valle durante varios siglos y sin "auxilio espiritual" alguno- su cristianismo se habría debilitado bastante. Con todo, parece seguro que los dominicos (y los frailes que les sucedieron) no tuvieron demasiadas dificultades para volver a re-cristianizarlos y para "ponerles al día" en lo relativo a la lengua castellana común, a las costumbres, al modo mínimo de vestir, etc (todo lo cual, según se ha visto, debió de hacerse con bastante discreción, pues la Iglesia no podía reconocer públicamente sin menoscabo de su propio prestigio que una comunidad semipagana se hubiera mantenido tanto tiempo en un país tan cristianísimo como España). El problema primordial y más sugestivo es determinar el tiempo que los batuecos llevaban encerrados en su valle; pero los indicios son muy débiles y los datos (deliberadamente ocultados) demasiado escasos, de manera que sólo queda espacio para conjeturas tan sugestivas como indemostrables.
Ahora bien, ¿cuál era el grado de cultura y civilización de esos batuecos en la época en que fueron descubiertos? También lo ignoramos, aunque podemos en parte suponerlo, sin necesidad de admitir a pies juntillas las sin duda exageradas afirmaciones de los mitógrafos posteriores que se ocuparon del asunto. Tal vez (como parecen sugerir las propias leyendas) su aislamiento determinó una cierta "des-culturación" que les hizo recaer en una posible heliolatría o culto solar (al sol y a los rayos de las tormentas -por cierto- alude también en clave mítica el relato hagiográfico oficial sobre el "milagro" de la Peña de Francia). Por otro lado, es de suponer que los dominicos del s. XV llevarían a cabo una concienzuda "limpieza" de todo vestigio o elemento cultural no ortodoxamente cristiano. En todo caso, el aislamiento secular de estas gentes tuvo que repercutir muy negativamente en su propia cultura material.
Hoy sabemos bastante acerca de individuos que por diversas circunstancias han vivido aislados de la civilización, y conocemos también las dificultades de adaptación que presentan una vez que son recuperados para la vida civilizada (caso de los llamados "niños salvajes"). También sabemos que un pueblo y su cultura pueden sobrevivir aislados de los demás durante muchos siglos (siempre y cuando su población sea relativamente numerosa y no tengan que sobrevivir en condiciones extremas), aunque sus progresos materiales son prácticamente mínimos (la mejor ilustración de ello la tenemos en los primitivos habitantes de las antiguas Islas Canarias, descubiertos precisamente en ese mismo siglo XV). Pero sabemos muy poca cosa acerca de la evolución cultural (o más bien involución) de pequeños grupos familiares completamente aislados durante generaciones, salvo que las uniones consanguíneas aumentan las taras fisiológicas y psicológicas y que el aislamiento cultural degrada regresivamente la cultura material y los medios de vida.
En el medio rural tradicional español, en el que las uniones semiconsanguíneas han sido hasta épocas muy cercanas a nosotros relativamente frecuentes (aunque compensadas sobradamente con uniones exogámicas), ha sido siempre un tópico la figura del famoso "tonto del pueblo"; si cualquiera de estas pequeñas poblaciones y aldeas rurales -por determinadas circunstancias- se hubiera visto forzosamente aislada de los contactos esporádicos con otros pueblos durante más de diez generaciones (creyéndose además los únicos habitantes del mundo), es muy probable genéticamente que la proporción de "tontos del pueblo" hubiese aumentado considerablemente en esas poblaciones aisladas; y no sólo eso: el prolongado aislamiento cultural habría afectado incluso a los individuos más "normales" de esas colectividades, los cuales -al reencontrarse de nuevo con la civilización al cabo de varios siglos- permanecerían durante cierto tiempo en un estado de completa estupefacción e inferioridad psicológica frente al progreso y la cultura civilizada.
Todo esto, o algo muy similar, debió de ocurrirles a estos batuecos, que (tal vez desde el siglo XI) volvieron de nuevo a la Historia y a la civilización del siglo XV. ¿Es verosímil que permanecieran durante siglos sin salir del valle? Seguramente la curiosidad natural hizo salir a algunos de manera esporádica, pero (seguramente también) lo que vieron fuera no les animó demasiado a repetir las salidas. Por lo demás, el apacible microclima del valle y su abundancia de caza, de árboles frutales y de agua potable, bastaban para asegurar su subsistencia.
El mito del valle de la Batueca tuvo su particular desarrollo y su propia autonomía literaria. Pero, al menos desde el siglo XVI, circulaba también -a la zaga de esa versión mítica- otra versión mucho más simplificada, y también más real (por cuanto traslucía la verdadera realidad de esas gentes), una versión popular que (mucho más que los intentos literarios eclesiásticos por desmitificar el mito) sin duda influyó bastante en el hecho de que el mito de las Batuecas no saliera nunca del terreno de lo literario y de lo ideal. Y esa "versión" era tan simple como cruel (y el propio lenguaje popular y coloquial castellano no tardó en recogerla): los batuecos eran gente muy simple y mentecata ("retrasados mentales" o "casi subnormales", se diría ahora, "cretinos" se decía científicamente en el siglo pasado), individuos alelados en su propia perplejidad ante la civilización a la que despertaban, con una estupefacción que se veía incrementada además por su propia ignorancia. Expresiones como "estar en las Batuecas" o "bobo de Coria" (que han pasado al lenguaje proverbial castellano) muestran bien a las claras la poca consideración que merecieron esas desafortunadas gentes a sus deshumanizados contemporáneos que los conocieron de cerca.
El tonto -según los más que discutibles valores de la sociedad civilizada- es siempre el inadaptado a las "bondades" y sobre todo a las maldades de la civilización: un individuo inadaptado pero en absoluto problemático ni peligroso (a diferencia del llamado "loco"). Y eso eran precisamente los batuecos a los ojos de aquellos dominicos que en el s. XV trabaron contacto con ellos: unos palurdos mentecatos, feos y medio-idiotas (o idiotas-del-todo); por eso se les dejó vivir en su idiotez (y en su infrahumana miseria) varios siglos más. Eso continuaban siendo a finales del s. XVI, cuando se edificó un convento carmelitano en las Batuecas (aunque aún quedaban en los pueblos vecinos algunas mitificadas noticias del siglo anterior). Y eso continuaban siendo a finales del s.XVII, cuando el presbítero Tomás González de Manuel escribe su obra desmitificadora titulada "Verdadera relación y manifiesto apologético de la antigüedad de las Batuecas y su descubrimiento" (1693); este buen clérigo se sorprende de que con tan poca base se haya creado un mito semejante; naturalmente ignora que los causantes del mito fueron los antepasados de esos habitantes de las Hurdes contemporáneos suyos, que ya ni siquiera habitaban en el famoso y mitificado valle originario, esas pobres y mentecatas gentes que vivían en las tierras vecinas de su parroquia ubicada en el pueblo de La Alberca. De esos batuecos ya no se acordaba nadie: eran unos pueblerinos más, un poco más mentecatos y cortos de entendederas, y un tanto más pobres y miserables, pero en esa época ese insignificante detalle de que fueran pobres los que no podían ser otra cosa no llamaba demasiado la atención; y si además de pobres eran tontos, pues tanto mejor; nada tenía de extraño: pues los tontos nunca pueden "salir de pobres", y el pobre ideal (el menos conflictivo y peligroso) es siempre el "pobre tonto".
Posteriormente será el famoso e ilustrado Padre Feijóo el que critique el mito de las Batuecas, seguramente sin conocer de cerca la realidad real de ese mito, como también lo criticó Larra (quizá también sin conocerlo de cerca). Hubo que esperar a que ya estuviera bien entrado el s. XX, a que la realidad del mito de las Batuecas tomase ante los ojos de la sociedad bienpensante su verdadera dimensión (la que siempre había tenido desde el s. XV), para que -por fin- se emprendiera una desmitificación más "en positivo", desde los importantes escritos del pedantesco Dr. Marañón hasta las curiosas observaciones críticas del hipercrítico Unamuno.
Ésta es, muy en resumen, la historia; una historia que no ha merecido tener siquiera un pequeño hueco en los grandilocuentes libros en los que se fabrica la "memoria colectiva", la gran Historia, al tiempo que se nos ocultan sistemáticamente los aspectos más patéticos de nuestro pasado.
BIBLIOGRAFÍA Y FILMOGRAFÍA
-- "El Mito de las Batuecas", revista Historia 16, nº85 (artículo interesante, aunque poco profundizado en sus conclusiones; pero contiene una bibliografía básica y general sobre el tema)
-- En el Archivo de los Duques de Alba es posible que se conserven algunos interesantes datos y noticias inéditas sobre este tema, del que todavía quedan bastantes incógnitas por aclarar
-- Hay una curiosa colección de fotografías sobre las gentes de las Hurdes en los años '20 del siglo XX, tomadas por Ruth Matilda Anderson para la Hispanic Society of America
-- En lo que se refiere a la filmografía, además del conocido e interesante (pseudo)documental "Tierra sin Pan" (1933), del cineasta aragonés Luís Buñuel (con muchas escenas "preparadas", incluida la del despeñamiento real de una cabra), existe también interesante material filmado de la visita del rey Alfonso XIII a Las Hurdes en 1922 (y hay, según dicen, unas supuestas fotos de las muchas tomadas por el fotógrafo Campúa en aquella visita -unas pocas fotos inéditas de las que muchos hablan y casi nadie ha visto- en las que aparece este rey, en pelota viva, bañándose en un cristalino arroyo cercano; todo un símbolo)




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