ENTRESIERRASrd | Una mirada
a la sabiduría arquitectónica de la comarca, hecha de barro y paja e ingeniada
para sobrevivir al tiempo
Puede uno asegurar, sin miedo a equivocarse, que
los tres cerditos no eran castellanos. Los del cuento, se entiende, no los de
Guijuelo que esos, ya se sabe, se dejaron y se dejan el alma por dar empaque a
esta tierra.
Decía el cuento que los dos cerditos más holgazanes vieron sus casas oreadas por el soplo del lobo, que viéndolas hechas la una de paja y la otra de madera, no pudieron contener la furia del salvaje animal y los pobres cebones hubieron de rescatarse en la tercera casa, que el marrano más avieso y sabio, cual raposa, se había hecho construir de granito.
Decía el cuento que los dos cerditos más holgazanes vieron sus casas oreadas por el soplo del lobo, que viéndolas hechas la una de paja y la otra de madera, no pudieron contener la furia del salvaje animal y los pobres cebones hubieron de rescatarse en la tercera casa, que el marrano más avieso y sabio, cual raposa, se había hecho construir de granito.
Aquí lobos haylos, y cerditos también, los
primeros menguados, los segundos a montones, y las casas, dependiendo no ya de
la haraganería sino del alcance del bolsillo, bien se hacía de piedra o de
adobe.
Eso sí, el adobe, mezcla de barro y paja, no había
lobo que pudiera echar abajo. Ni ventolera ni nevada mal venida. Porque en el
asunto de hacer adobes, como iba la casa en ello, que es lo mismo que decir que
iba a la vida, también se rezaba a la sabiduría de los viejos oficios.
En esto faenaba el burro, sirva la conseja
animalista de esta mirada, que iba caminito “adelante” a buscar el barro que
hará de piedra. Aún se recuerda la reata de borricos camino del Tejar, con las
alforjas llenas viniendo, que seguramente nunca hubo oficio más estúpido,
pensaría el pobre asno, que el mover barro de un lado a otro.
En la era, si se tenía, o en la solana de la casa,
se iban amasando los adobes en sus moldes hechos de tablas, a la espera de
tomar empaque al sol y tomar turno para acabar de verbena en el horno de cocer.
Porque el horno lo mismo se ganaba la honra subiendo el pan que endureciendo
los adobes.
De allí aún pervive en el memorial colectivo las
adoberas infinitas de adobes que esperan turno para dar empaque al hogar.
Sólo hace falta dar una vuelta por nuestros pueblos
para entender que no hay sapiencia superior a la de crear un humilde adobe. Ahí
siguen, impertérritos, al aire o bajo el maquillaje de cal, soportando el sol,
la lluvia, el viento, la nieve o el hielo.
Y hasta los lobos, que por estos lares bien saben
que ni soplando con toda el alma serán capaces de echar abajo una humilde casa
de Entresierras.
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