Cuentan que el Puente Rando, llamado como testigo
en juicio sumarísimo, podría contar “lo que no está escrito” de la historia de
la comarca. Sus piedras, azotadas por el Alagón y reclamadas a pedazos por el
monte, conforman uno de esos lugares perdidos y olvidados que esta parte de
Salamanca, ya dada de por sí al olvido, ofrece a quien se pierde por sus
andurriales.
Cruce de caminos, de los que suben de San Esteban,
de los que lanchean desde El Tornadizo y Los Santos, el Puente Rando dio el
espinazo de piedra para poner camino sobre el río a la calzada de Béjar y la
Sierra. Como un monolito aduanero, este camino de piedra y talón unía la Sierra
de Béjar con el Sangusín y desde allí partía a enlazar con las serranías y
dehesas limítrofes, con las parvas de Tamames, Escurial y el Campo Charoo.
Durante años, durante siglos, desde que fuera
levantado allende el siglo XVII seguramente sobre cimientos de otros tantos
puentes milenarios, el Rando dio paso y tráfico a hombres y cabalgaduras, única
vía para cruzar el venturoso Alagón por estos lares hasta bien entrado el siglo
XX en que las nuevas infraestructuras desplazaron el camino “unas leguas desde”.
Y siempre se ha dicho (ya se sabe que la fama
cuesta un día ganarla y dos generaciones sepultarla) que el lugar fue punto de
encuentro de traficantes de tabaco, caballerías o noticias, correcaminos y
apeadores de términos.
Y también fue termómetro de Entresierras, y lo
sigue siendo, que bien dice la tía Nita que “cuando el Alagón monta al Rando,
se viene el invierno estirando”.
En esas de invierno estamos.
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