David Panchuelo Corresponsal Cuaderno de Entresierras |
Seguía siendo febrero. Seguía soplando el viento y
amenazando lluvia. El cielo se tornaba cada vez más gris y unas tímidas gotas
empezaban a pintinear sobre mi casco
¿Y qué? Ya estaba en Montemayor, y me dirigía a encontrarme con su imponente
castillo, visita largo tiempo esperada.
De modo que, sin aguardar más, me interné a pedaladas por
las calles de Montemayor, por sus cuestas empedradas, entre sus casas de
indudable sabor serrano. Y llegué a su coqueta Plaza Mayor, apoyé la bicicleta
contra un robusto sillar de granito y me senté a contemplarla.
A contemplar la belleza de un pueblo desconocido, con un
título de Conjunto Histórico Artístico, sí, pero que yace abandonado a su
suerte como tantos otros de nuestro entorno.
La arquitectura tradicional serrana me rodeaba, pero
también lo hacía la Historia. Quinientos años se alzaban ante mí en forma de
humilde obelisco, evolución de tótem mutilado por los siglos, desde cuyo
interior fluía el agua de nuestras montañas, agua de deshielo y manantiales,
agua del Cuerpo de Hombre y para el cuerpo del hombre.
En ese momento no lo supe, pero gracias a montemayordelrio.es
pude conocer que aquella columna de granito esculpido era un "rollo o picota del siglo XVI, levantado como símbolo de autoridad del
marqués de Montemayor". Marcaba el lugar de los ajusticiamientos, con los
escudos de la villa y la casa nobiliaria como garantes de dicha justicia,
custodiados por los leones del reino al que Montemayor debió su poblamiento, su
nombre, su concejo y su importancia como fortaleza de frontera, guardiana del
paso de la Vía de la Plata: el antiguo y hoy tan tristemente olvidado reino de
León.
Una vez más, perdido en ensoñaciones históricas y
contemplaciones de escudos, aleros y balconadas de recia madera de castaño, la
inmediatez del clima amenazante de lluvia me hizo volver a la bicicleta y
terminar la ascensión al castillo.
Las imágenes, aunque faltas de luz bajo el cielo cubierto,
hablan por sí solas; definitivamente se trata de una fortaleza imponente, bella
en su sencilla robustez, evocadora de un pasado, en realidad, no tan lejano.
Historia viva. Harri eta herri, como
diría el poeta bilbaíno, piedra y pueblo.
Justo frente al castillo se levanta la Iglesia de Ntra.
Sra. de la Asunción, entre románica y gótica. No es de extrañar que, frente al
poder civil aparezca el religioso, fue así durante siglos; otro buen ejemplo de
ello puede ser el binomio formado por el Palacio Ducal de Béjar y la Iglesia
del Salvador, ambos erigidos sobre el solar de la Plaza Mayor de la ciudad ya
no tan textil.
Del templo de Montemayor no pude dejar de admirar su
ábside poligonal, puro románico evocador de la Alta Edad Media, de los primeros
días en los que los cristianos del Norte volvieron a estas montañas y
reasentaron su fe. Una iglesia sobria y robusta, preparada para resistir el
paso de los siglos.
Las tímidas gotas que caían al principio de las venteadas
nubes empezaban a animarse con cada vez más compañeras; yo tenía que desandar
(o "despedalear") todo el camino hecho, pero, aun así, no pude
resistirme a callejear de nuevo bajo el entramado de tejados montemayorino.
Pequeños charcos empezaban a formarse entre los rollos y a
unirse en ligeras regueras de uno a otro; poco a poco las regueras emprendían
camino hacia las lanchas del medio de la calle y los primeros regatos de ese
día hasta entonces sin lluvia hicieron su aparición.
Mientras tanto, yo paseaba el pueblo en casi completa
soledad, descubriendo callejones que inspiraban juderías o bien dinteles de
orgullosas casonas que hablaban de ciertos "años del Señor" como
1759.
Así, siguiendo el discurrir de los regatos hacia el río
acogedor, me encontré con él y con el puente de un solo ojo que lo salva, el
cual fue propiedad del marqués y estuvo sometido a impuesto de pontazgo durante
siglos.
Como veis, todo en Montemayor se mide en siglos, también
la ermita de San Antonio, construida al borde del mismísimo puente en la
segunda mitad del XVII. Frente a ella, la Plaza del Humilladero, con una cruz
del siglo XV enteramente decorada con granadas, quizá en homenaje a la toma de
la ciudad homónima que supuso el fin de la Reconquista.
En definitiva, Montemayor me fascinó, por su belleza, por
su armonía y por todo lo que tiene que contar. Un tesoro así merecería mayor
atención, mayor visibilidad, o acaso su encanto resida precisamente en tratarse
de un lugar escondido, hasta el punto de conseguir que uno se sienta un
privilegiado por el mero hecho de estar allí y poder disfrutarlo. Este dilema
os lo dejo a vosotros, por si tal vez sabéis resolverlo.
Podéis leer la primera parte de este pequeño viaje aquí:
http://www.salamancaentresierras.com/2014/03/descubriendo-montemayor-del-rio.html
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