jueves, 2 de julio de 2015

"Mi casa está abierta para todos los que la quieran visitar"

ENTRESIERRASrd | Entrevista exclusiva a Amador Hernández, vecino de Las Casas del Conde y artista anónimo de la Sierra de Francia. "Quizás me plantee conseguir un récord Guinness"
Más allá de las galerías de arte, de los museos y de las exposiciones que van itinerando de un rincón a otro del país, más allá de nombres que resuenan en las campanillas de los medios de comunicación, existen artistas desconocidos que, a fuerza de tesón y genialidad, consiguen traspasar fronteras. Al menos las del corazón, que son los límites de la insana 'cordura'.
Transitando por esa delgada línea que separa el anonimato de la presencia cercana, Amador Hernández Gil (Las Casas del Conde, 1963) recibe a los visitantes con esa timidez tan característica de los genios ocultos. Su casa, más bien habría que añadir su casa-museo en pleno Via Crucis de este hermoso pueblo de la Sierra de Francia, es un auténtico cofre de tesoros que asombra a cada visitante que asoma los ojos a las puertas abiertas de su taller.
Muebles, mesas, sillas, nidos, óleos, tallas religiosas… objetos de todo tipo, de madera, de forja… conforman una visión que atenaza y encoge el alma, no sabe el visitante si por la fuerza que inspira el lugar o por la misma timidez del artista, anónimo y querido al mismo tiempo por todos los que le conocen.
"Esto es algo que llevo dentro desde que nací", confiesa a media voz mostrando orgulloso algunos recortes de periódicos antiguos donde se le ve junto a añejas exposiciones. "Ya con seis años gané mi primer premio de pintura".

Lo dice a medias emocionado, a medias vergonzoso, como si esta historia, la suya, la que al fin y al cabo recoge la sabiduría de toda una comarca, no debiera contarse en voz alta. Porque Amador camina por esa otra senda también invisible, la que aúna con hilo de tradición el arte a la artesanía y viceversa.
"En realidad soy frutero", comenta el artista. "Soy vendedor ambulante de fruta por los pueblos de la región y también estoy orgulloso de ello".
En realidad, sin saberlo, también en esto Amador recoge la historia de su comarca, la de los arrieros, la de los chalaneros, la de los juglares y ambulantes comerciantes que en su día fueron correa de transmisión entre los vecinos de estos aislados parajes.
"En mi tiempo libre me encierro horas y horas en el taller y creo. No hay motivo. Lo llevo dentro. Es lo que me gusta"
Mientras el artista habla, mientras los turistas van caminando estupefactos estancia a estancia de esa casa que no merece tan pequeño nombre, uno de los visitantes pregunta por los precios de las cucharas de madera.
"No se venden", responde tranquilamente el caseño. "Dime la que te gusta y te la doy".
Es una respuesta insólita. Pero firme. Ante la insistencia del turista Amador niega y repite su canción. "No vivo de esto, yo soy frutero, esto lo hago por amor al arte".
Las obras de Amador Hernández trascienden su propio taller. En realidad trascienden al mismo pueblo de Las Casas del Conde, cuyos vecinos hablan con orgullo de ese chico "que talla la madera como los Dioses". La obra del artista también se ha posado sobre el entorno, sobre los rostros en color tallados en los troncos centenarios de los olivos que circundan el Calvario. O en el sagrario que guarda las reliquias religiosas del templo parroquial. O en la casa familiar, cuya fachada ya es en sí digna de tabloide.
"Lo único que me duele es que las instituciones públicas no apoyen mi trabajo", dice con resignación, como si tampoco tuviera derecho a quejarse. En los últimos años la Sierra de Francia ha apostado por un nuevo turismo de interior, el de los Caminos del Arte en la Naturaleza, donde artistas de todo el país crearon sus obras para gusto y honra de la región. Entre esos artistas nadie tuvo en cuenta "al cercano" y Amador habla con resignación de ello. No obstante, seguramente porque el Destino así lo quiso más allá de políticas, su casa-museo se encuentra en uno de esos caminos de Arte en la Naturaleza, como si la Providencia hubiera decidido poner orden lógico en el caos.
"En realidad no me importa. Ya no me importa demasiado. Mi casa está abierta a todos los que quieran visitarla. La cara de sorpresa de los turistas cuando entran en mi taller es para mí la mejor valoración que puedo tener".
Por supuesto aflora la pregunta, la que el ignorante entrevistador hace en su afán de buscar el fondo del alma del artista. ¿Cuál es tu objeto favorito de los que has creado? Amador sonríe, como si no le sorprendiera semejante tropelía. "¿Favorito? Ninguno. Todos los son porque forman parte de mí, salieron de mis manos y de mi cabeza".
"Tengo especial predilección, eso sí, por las cucharas. Tengo talladas 3.900 y al finalizar el verano creo que superaré las 4.000". Entonces se le ilumina el rostro, esa mirada tímida, esos ojos que miran desde el cajón del genio. "Quizás sea un récord Guinness. Quizás me lo plantee. Quizás no exista un coleccionista con tantas cucharas únicas y hechas a mano".
Amador muestra su taller orgulloso, toma sus herramientas, ya hechas a sus manos, y pasea, casi sin levantar la mirada, bajo el mar de cucharas que, como un cielo estrellado, conforman el cielo de su cochera. Es la primera visión que recibe el visitante.
Bajo ellas, encajonada entre estantes con cientos, miles de objetos extraídos de la genialidad, la furgoneta de reparto de fruta tiene algo de quimérico, de sueño imposible.
"Seguiré trabajando", confiesa a modo de epitafio mientras despide a la visita. "Seguiré sacando objetos hasta que la imaginación o las manos se nieguen. Entonces, como ahora, mi casa seguirá abierta para todo el que quiera visitarme. Quien sabe, quizás entonces pueda tener colgado en la pared un récord Guinness".



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