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Entrevista exclusiva a Amador Hernández, vecino de Las Casas del Conde y
artista anónimo de la Sierra de Francia. "Quizás me plantee conseguir un
récord Guinness"
Más allá de las galerías de arte, de los museos
y de las exposiciones que van itinerando de un rincón a otro del país, más allá
de nombres que resuenan en las campanillas de los medios de comunicación,
existen artistas desconocidos que, a fuerza de tesón y genialidad, consiguen
traspasar fronteras. Al menos las del corazón, que son los límites de la insana
'cordura'.
Transitando por esa delgada línea que separa el
anonimato de la presencia cercana, Amador Hernández Gil (Las Casas del Conde,
1963) recibe a los visitantes con esa timidez tan característica de los genios
ocultos. Su casa, más bien habría que añadir su casa-museo en pleno Via Crucis
de este hermoso pueblo de la Sierra de Francia, es un auténtico cofre de
tesoros que asombra a cada visitante que asoma los ojos a las puertas abiertas
de su taller.
Muebles, mesas, sillas, nidos, óleos, tallas
religiosas… objetos de todo tipo, de madera, de forja… conforman una visión que
atenaza y encoge el alma, no sabe el visitante si por la fuerza que inspira el
lugar o por la misma timidez del artista, anónimo y querido al mismo tiempo por
todos los que le conocen.
"Esto
es algo que llevo dentro desde que nací", confiesa a media voz mostrando
orgulloso algunos recortes de periódicos antiguos donde se le ve junto a añejas
exposiciones. "Ya con seis años gané
mi primer premio de pintura".
Lo dice a medias emocionado, a medias
vergonzoso, como si esta historia, la suya, la que al fin y al cabo recoge la sabiduría
de toda una comarca, no debiera contarse en voz alta. Porque Amador camina por
esa otra senda también invisible, la que aúna con hilo de tradición el arte a
la artesanía y viceversa.
"En realidad soy frutero", comenta el
artista. "Soy vendedor ambulante de
fruta por los pueblos de la región y también estoy orgulloso de ello".
En realidad, sin saberlo, también en esto Amador
recoge la historia de su comarca, la de los arrieros, la de los chalaneros, la
de los juglares y ambulantes comerciantes que en su día fueron correa de
transmisión entre los vecinos de estos aislados parajes.
"En
mi tiempo libre me encierro horas y horas en el taller y creo. No hay motivo.
Lo llevo dentro. Es lo que me gusta"
Mientras el artista habla, mientras los turistas
van caminando estupefactos estancia a estancia de esa casa que no merece tan
pequeño nombre, uno de los visitantes pregunta por los precios de las cucharas
de madera.
"No se venden", responde
tranquilamente el caseño. "Dime la
que te gusta y te la doy".
Es una respuesta insólita. Pero firme. Ante la
insistencia del turista Amador niega y repite su canción. "No vivo de
esto, yo soy frutero, esto lo hago por amor al arte".
Las obras de Amador Hernández trascienden su
propio taller. En realidad trascienden al mismo pueblo de Las Casas del Conde,
cuyos vecinos hablan con orgullo de ese chico "que talla la madera como los Dioses". La obra del
artista también se ha posado sobre el entorno, sobre los rostros en color
tallados en los troncos centenarios de los olivos que circundan el Calvario. O
en el sagrario que guarda las reliquias religiosas del templo parroquial. O en
la casa familiar, cuya fachada ya es en sí digna de tabloide.
"Lo
único que me duele es que las instituciones públicas no apoyen mi trabajo", dice con resignación,
como si tampoco tuviera derecho a quejarse. En los últimos años la Sierra de
Francia ha apostado por un nuevo turismo de interior, el de los Caminos del
Arte en la Naturaleza, donde artistas de todo el país crearon sus obras para
gusto y honra de la región. Entre esos artistas nadie tuvo en cuenta "al
cercano" y Amador habla con resignación de ello. No obstante, seguramente
porque el Destino así lo quiso más allá de políticas, su casa-museo se
encuentra en uno de esos caminos de Arte en la Naturaleza, como si la
Providencia hubiera decidido poner orden lógico en el caos.
Por supuesto aflora la pregunta, la que el
ignorante entrevistador hace en su afán de buscar el fondo del alma del
artista. ¿Cuál es tu objeto favorito de los que has creado? Amador sonríe, como
si no le sorprendiera semejante tropelía. "¿Favorito? Ninguno. Todos los
son porque forman parte de mí,
salieron de mis manos y de mi cabeza".
"Tengo especial predilección, eso sí, por
las cucharas. Tengo talladas 3.900 y al finalizar el verano creo que superaré
las 4.000". Entonces se le ilumina el rostro, esa mirada tímida, esos ojos
que miran desde el cajón del genio. "Quizás
sea un récord Guinness. Quizás me lo plantee. Quizás no exista un
coleccionista con tantas cucharas únicas y hechas a mano".
Amador muestra su taller orgulloso, toma sus
herramientas, ya hechas a sus manos, y pasea, casi sin levantar la mirada, bajo
el mar de cucharas que, como un cielo estrellado, conforman el cielo de su
cochera. Es la primera visión que recibe el visitante.
Bajo ellas, encajonada entre estantes con
cientos, miles de objetos extraídos de la genialidad, la furgoneta de reparto
de fruta tiene algo de quimérico, de sueño imposible.
"Seguiré trabajando", confiesa a modo
de epitafio mientras despide a la visita. "Seguiré sacando objetos hasta que la imaginación o las manos se nieguen.
Entonces, como ahora, mi casa seguirá abierta para todo el que quiera
visitarme. Quien sabe, quizás entonces pueda tener colgado en la pared un
récord Guinness".
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