ENTRESIERRASrd | La
mirada de hoy va para esos inventos que rescataron del frío a las noches en la
comarca: los calentadores de cama
La tía Nita se fue a la Residencia sin
rechistar. Alguna objeción hubo de plantear la buena mujer pero tras varios
tumbos en cá los hijos, en Zaragoza, Bilbao y Barcelona (a riguroso turno de a mes), finalmente
prefirió acatar la decisión de los vástagos de que lo mejor era "meterla
en la Residencia". Lo prefirió, seguramente, porque el geriátrico se encontraba
a apenas unos kilómetros de su casa, y aunque nunca más volvió a pisar su querido
pueblo, es de suponer que así se sentía más cerca de las raíces.
Cuentan los que la cuidaron en aquellos últimos
días, que la tía Nita era una mujer parca y austera y que, como tantos otros
ancianos, se llevó para la moderna y blanca Residencia sus costumbres de
siempre.
Mientras los hombres echaban la partida en el
salón, las mujeres veían con desgana la telenovela en el televisor de plasma,
tapadas las musleras con la manta, porque a pesar de la calefacción, puesta a
máxima potencia, siempre es bueno cuidarse del relente con un centón de lana.
También cuentan que la tía Nita pronto se
acostumbró a aquella última vida que le tocó vivir, y que solo protestaba, ya
en las noches, a la hora de acostarse "por lo fría que estaba la
cama". La mujerita se pasó los últimos días de su vida, y sus respectivas
madrugadas, quejándose del helor de las sábanas y pidió, como un disco entrado
en bucle, que "le pasaran antes el calentador". Por el amor de Dios.
O al menos que le pusieran una bolsa de agua.
Las enfermeras intentaron hacerle entender, en
vano, que las instalaciones del centro disponían de una caldera de última
generación y que la temperatura de la Residencia se ceñía, escrupulosamente, a
la normativa vigente sobre gestión de geriátricos.
Es de suponer que la tía Nita cogió aquella
última gripe por corrección psicosomática. Finalmente, y como vieran que la
pobre no atendía a más razones que las que traía del pueblo, mandaron llamar al
hojalatero que les ofreció, por dos duros, un viejo calentador de zinc. Sentada
en su silla de ruedas, la tía Nita veía a las enfermeras llegar con el "armatroste",
que rezumaba vapor como una locomotora y retirando las sábanas pasaban el ingenio una y otra vez,
como un rodillo, por la cama para que estuviera bien caliente hasta su alma viscoelástica.
Satisfecha, la mujer recitaba entonces como un
dogma cada uno de sus recuerdos. "Hay que apretar bien la espita, no se
vaya a salir el agua por la punta cuartonera". Las enfermeras la dejaban
ordenar. Siempre fue generala de su casa y en estas últimas, aunque en casa
ajena, no iba a ser menos. Quizás por eso los hijos de Bilbao, Zaragoza y
Barcelona la mandaron a "freír monas".
Con el calentador de zinc ya puesto en uso, llegaba
la hora de la bolsa de agua. Plástico que solo Dios sabía cómo podía soportar
tamaña temperatura. Con los pies puestos sobre la bolsa ardiente, la tía Nita
soñaba con los buenos tiempos. Aquellos en que la vida era dura pero se
sobrevivía a base de ingenios como estos. "Mi madre siempre decía que
estudia más un necesitado que cien abogados".
Las últimas noches de la tía Nita estuvieron
acompañadas por ese ruido inolvidable, el de los pies frotando la bolsa de goma
y el agua en su interior removiéndose. gui
gui gui.
Cuando Antonia Pérez, la Pardala, la tía Nita, faltó de
este mundo en la Residencia comarcal, dejó la mejor herencia que pudiera
desear. Como una procesión con la Patrona de turno, las enfermeras fueron desde entonces recorriendo cada habitación, pasando el calentador de zinc por las camas de los
residentes y dejando las bolsas de agua a los pies.
Esto no lo contemplaba la legislación de
geriátricos pero… ¿a quién le importa semejantes menudencias?
Gui, gui, gui
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