viernes, 24 de febrero de 2017

Tiempo de "jorramachos"

ENTRESIERRASrd | Una mirada a los "viejos" carnavales, aquellos en los que la imaginación ganaba la partida a la pobreza
"Por Carnaval, tó pasa". Así es el dicho, aplicable a tiempos antiguos y modernos por igual. De todas las fotografías mentales que nos podamos hacer de esos otros tiempos que tanto reescribimos por estos cuadernos, la del Carnaval de antaño puede que sea, seguramente, la que más cueste imaginar.

Seguramente por la falta de color en los daguerrotipos. O quizás porque, en tiempos duros como eran aquellos de República, Guerra y Posguerra, de subsistencia pura y dura, nos cueste imaginar un momento de diversión. Y menos un disfraz.
Pero lo había. Porque el Carnaval no lo inventaron, hasta donde se sabe, ni la Coca-cola ni las discomóviles.
Entonces se rebuscaba en el arcón "a ver qué se encontraba", a elegir el 'jorramacho' de este año. Porque, por supuesto, si no había dinero para comer a gusto o mandar al hijo a la escuela superior, mucho menos lo habría para comprar un disfraz de quitaypon.
Vestidos con cualquier "jorramacho", que viene a ser vestidos con aquellas prendas que se tenía a mano, con el perpunte de la imaginación,  a veces como una "triste" sábana, bien puesta (vieja, eso sí, o roída por los ratones para aprovechar los ojos en los agujeros de la fibra).
Y sin más, insistimos, vestidos a jorramacho puesto, comenzaba la juerga, que en Carnaval, ya se sabe, consiste en reírse los unos de los otros. Los niños recorrían las calles del pueblo, de solano en solano, si llovía (que no era pocas veces), de casa en casa, a pedir la "perrita". Y alguna moneda caía. O algún improperio, todo hay que decirlo. Porque siempre, como hoy, había algún sieso y agarrao que respondía aquello de que "ya hay en la calle muchos perros y perras".
Los mozos, envueltos en la sábana, se metían en las casas. En las de confianza, claro, no fuera la escoba a sacar el atrevimiento a tunda de palo. Los jorramachos, encapuchados, listos ellos, iban en busca del botín: del chorizo colgado que acababa en la saca. En esto también tenían los defectos físicos su cara amarga. Porque si el hijo de la tía Manuela, pobrecito, tenía el pie mondo y cojeaba, ya podía cubrirse la cara con la sábana, que era reconocido al instante.
Luego se juntaban por la noche, como los buenos ladrones, o ladronzuelos (quitemos la gravedad del insulto), para recopilar botín y hacer reparto. Una pinta de vino, un "cacho chorizo", pasando la noche y riendo. Porque bien dicen que "lo robado sabe más rico".
Era tiempo de Carnaval, y en Carnaval "tó pasa". Si algunos novios se habían casado por esas fechas, ya se sabía, la "cencerrá" les caía.
Y por si acaso, y los gamberros, se cerraban las puertas a cal y tranco, las que habitualmente siempre estaban abiertas, porque en tiempos de Carnaval no se puede uno fiar ni del apuntador. Y menos del hermano. Y mucho menos del vecino.
Y a quien olvidaba "trancar" la puerta, la pifia le caía. La vecina, marchada a lavar a la poza, dejado el puchero a la lumbre, "pa tener el avío de la comida pal su hombre", se arriesgaba a que le "antrojaran" la comida. El gracioso de turno, o la graciosa, quien sabe, entraba a hurtadillas y hacía juegos malabares con el puchero. Con bien, a lo mejor le echaban un huevo, o con mal, le quitaban un embutido. Y luego a la hora de comer y vaciar el puchero, llegaba la sorpresa. O el alimento se había multiplicado o había desaparecido por arte de "jorramacho".
Y con las faenas realizadas, las diarias y las de pega, llegaba el Miércoles de Carnaval, cuando los Quintos ofrecían el Entierro de la Sardina. Los muchachos del pueblo iban tras ellos, "venga a llorar por la sardina". Y todo tenía su truco y traco. Porque quien conseguía llorar de verdad, era agasajado con caramelos. Que un caramelo, en aquellos días, era manjar de dioses y lujo de ricos. Y bien valía una lágrima.
Sencillamente, se vivía.

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