ENTRESIERRASrd | Una
mirada a los "viejos" carnavales, aquellos en los que la imaginación
ganaba la partida a la pobreza
"Por Carnaval, tó pasa". Así es el
dicho, aplicable a tiempos antiguos y modernos por igual. De todas las
fotografías mentales que nos podamos hacer de esos otros tiempos que tanto
reescribimos por estos cuadernos, la del Carnaval de antaño puede que sea,
seguramente, la que más cueste imaginar.
Seguramente por la falta de color en los
daguerrotipos. O quizás porque, en tiempos duros como eran aquellos de
República, Guerra y Posguerra, de subsistencia pura y dura, nos cueste imaginar
un momento de diversión. Y menos un disfraz.
Pero lo había. Porque el Carnaval no lo
inventaron, hasta donde se sabe, ni la Coca-cola ni las discomóviles.
Entonces se rebuscaba en el arcón "a ver
qué se encontraba", a elegir el 'jorramacho' de este año. Porque, por
supuesto, si no había dinero para comer a gusto o mandar al hijo a la escuela
superior, mucho menos lo habría para comprar un disfraz de quitaypon.
Vestidos con cualquier "jorramacho",
que viene a ser vestidos con aquellas prendas que se tenía a mano, con el
perpunte de la imaginación, a veces como
una "triste" sábana, bien puesta (vieja, eso sí, o roída por los
ratones para aprovechar los ojos en los agujeros de la fibra).
Y sin más, insistimos, vestidos a jorramacho
puesto, comenzaba la juerga, que en Carnaval, ya se sabe, consiste en reírse
los unos de los otros. Los niños recorrían las calles del pueblo, de solano en
solano, si llovía (que no era pocas veces), de casa en casa, a pedir la
"perrita". Y alguna moneda caía. O algún improperio, todo hay que
decirlo. Porque siempre, como hoy, había algún sieso y agarrao que
respondía aquello de que "ya hay en la calle muchos perros y perras".
Los mozos, envueltos en la sábana, se metían en
las casas. En las de confianza, claro, no fuera la escoba a sacar el
atrevimiento a tunda de palo. Los jorramachos, encapuchados, listos ellos, iban
en busca del botín: del chorizo colgado que acababa en la saca. En esto también
tenían los defectos físicos su cara amarga. Porque si el hijo de la tía
Manuela, pobrecito, tenía el pie mondo y cojeaba, ya podía cubrirse la cara con
la sábana, que era reconocido al instante.
Luego se juntaban por la noche, como los buenos
ladrones, o ladronzuelos (quitemos la gravedad del insulto), para recopilar
botín y hacer reparto. Una pinta de vino, un "cacho chorizo", pasando
la noche y riendo. Porque bien dicen que "lo robado sabe más rico".
Era tiempo de Carnaval, y en Carnaval "tó
pasa". Si algunos novios se habían casado por esas fechas, ya se sabía, la
"cencerrá" les caía.
Y por si acaso, y los gamberros, se cerraban las
puertas a cal y tranco, las que habitualmente siempre estaban abiertas, porque
en tiempos de Carnaval no se puede uno fiar ni del apuntador. Y menos del
hermano. Y mucho menos del vecino.
Y a quien olvidaba "trancar" la
puerta, la pifia le caía. La vecina, marchada a lavar a la poza, dejado el
puchero a la lumbre, "pa tener el
avío de la comida pal su hombre", se arriesgaba a que le
"antrojaran" la comida. El gracioso de turno, o la graciosa, quien
sabe, entraba a hurtadillas y hacía juegos malabares con el puchero. Con bien,
a lo mejor le echaban un huevo, o con mal, le quitaban un embutido. Y luego a
la hora de comer y vaciar el puchero, llegaba la sorpresa. O el alimento se
había multiplicado o había desaparecido por arte de "jorramacho".
Y con las faenas realizadas, las diarias y las
de pega, llegaba el Miércoles de Carnaval, cuando los Quintos ofrecían el
Entierro de la Sardina. Los muchachos del pueblo iban tras ellos, "venga a
llorar por la sardina". Y todo tenía su truco y traco. Porque quien conseguía
llorar de verdad, era agasajado con caramelos. Que un caramelo, en aquellos
días, era manjar de dioses y lujo de ricos. Y bien valía una lágrima.
Sencillamente, se vivía.
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