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Fotografía : Tamames Opinión |
Ya huele a puchero, a brava dehesa, a aire
límpido de las Quilamas que baja desde el Pico Cervero trayendo lamentos ‘de la
mora’. Las sempiternas banderolas ya cuelgan colores de fachada en fachada y la
feria, con sus tenderetes y luces de ilusión (o ilusionismo) ya desgrana
escopetas del idem y perritos pilotos. Si se aguza el sentido hasta puede
distinguirse el olor al almíbar del garrapiño.
Relinchan los caballos ya pendientes de la trocha
que les traerá de las eras a golpe de asta esquivada y cabestro.
Van abriéndose los arcones que guardan de año en
año, por si los ratones o el tiempo, los trajes de la fiesta, los que eran mira
de lo cotidiano entonces y hoy ya piezas de un museo al aire libre que abre dos
días al año. Para acompañar, claro, al viejo Cristo, al venerado, al Santo
Cristo del Amparo, escultura recia y retorta de todos los sentimientos festivos
de Tamames, que aguarda al anda procesional con la calma de las cosas que
durarán para siempre.
Las fiestas de Tamames ya vuelan recias con un
ojo en el cielo, como siempre se hizo, porque esta apertura del otoño siempre
fue motivo de inclemencias meteorológicas. Y tampoco hay gran diferencia entre
la fiesta de entonces y la de ahora.
Tan solo el color ha cambiado. Y no mucho. Lo suficiente
para reconocerse cada cual en su generación. Porque ese color perdido es un
impuesto tecnológico que bien puede imaginarse.
Tan solo el color ha cambiado pero la mirada,
monumental y recia, sigue siendo la misma.
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