viernes, 15 de enero de 2016

La mejor puerta hacia el Reino de los Cielos…

LA MONTAÑA DORADA, RAÚL RENTERO MATEOS
HISTORIA Y LEYENDA DE LA SIERRA DE FRANCIA
        
El obispo Hilario rememoró durante unos instantes aquella lejana batalla. Ahora, mientras volvía a escuchar los redobles árabes, el sonido de la muerte en ese mismo valle, palpó con dulzura la tierra que sus pies pisaban. Pensó, ya tarde, que no había sido buena idea conducir a aquellas gentes hasta aquella ratonera. Pero ya no había solución. El ejército enemigo había descubierto su rastro y venía hacia allí.
       Los hombres de la guarnición lo sacaron de su estupor.
-           Vamos, padre, aceleremos. Hemos de alcanzar el paso de los Lobos.
-           No lo alcanzaremos –dijo de repente el obispo Hilario.
       En sus ojos brillaban las lágrimas. Al verlo los soldados sintieron pánico.
-           Claro que sí, con suerte, si los moros no vienen a paso acelerado, lograremos evadirnos hacia los valles del sur.
-           No –volvió a decir el obispo-. Ordenad a la gente que se desperdigue por los montes, ladera arriba. Los que puedan que busquen cobijo en la profundidad de las Hurdes. Los demás que vayan hacia los campos de Salvatierra. No hay tiempo. No alcanzaremos el Portillo de los Lobos. Es preciso que la multitud se deshaga en infinidad de pequeños grupos. Sólo así lograremos salvar algunas vidas.
-           ¿Y nosotros qué haremos, padre?
-           Vosotros lucharéis junto a mí por el honor de ser cristianos y por defender la Santa Cruz de Cristo ante los Infieles.
       Acto seguido el obispo desenfundó una brillante espada que llevaba escondida bajo la toga con una inscripción cincelada a punzón de fuego: Servus Dei Hilarius.
-           Hace cuarenta años yo debí morir en este valle pero la Providencia quiso apiadarse de mi alma. Después de todos estos años me encuentro, ya viejo, en el mismo lugar, con los mismos enemigos de antaño, pero ellos jóvenes y yo ya viejo.
       Irguió su espada al aire.
-           Cargad junto a mí, hombro con hombro, hagamos correr la sangre por las laderas de este  monte. A partir de ahora nuestra sangre hará pervivir este valle, pues este mons sacer, este monte sagrado, y sangrado, será testigo de nuestro digno martirio.
       Los soldados tomaron sus espadas y juraron. Tarde o temprano habrían de morir; y aquel valle sagrado, aquel monte sagrado, Monsacro, se les antojó a sus ojos encendidos ya de batalla la mejor puerta hacia el Reino de los Cielos.


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